George Henry Borrow |
Comentario para la clase de Nuevos entornos religiosos. Enviado el 6 de mayo de 2013.
Anticlericalismo y reforma religiosa en el proceso de secularización en la España contemporánea
Manuel Delgado
En lo
que estoy insistiendo a lo largo de estas clases es en la conveniencia de
entender las claves secularizantes del anticlericalismo español contemporáneo,
a pesar de sus variantes y los diferentes niveles de intensidad en cada fase
histórica concreta. Estas constataciones invitan a trasladar la reflexión a un
territorio teórico más amplio, del cual extraer una tipificación: la del anticlericalismo
de masas en España como variante de corrientes de reforma radical de las
costumbres en las que el componente iconoclasta fue vertebral, la inspiración
implícita o explícitamente protestante y la orientación modernizadora.
Se
establece de entrada que los fenómenos de iconoclastia han aparecido casi
siempre ubicándose de forma activa en lo que se da en llamar procesos de
transición, esto es en fases particulares de la evolución de una sociedad, en
que esta encuentra cada vez más dificultades para reproducir las relaciones
sociales sobre las que descansa. El objetivo de los actos sacrofílicos es,
precisamente, siempre el de desarticular un entramado mítico, ritual y
simbólico, un estratégico dispositivo del que depende esa perpetuación de los esquemas
que sostienen el orden societario. Quemar templos, derribar imágenes, asesinar
mediadores con lo sobrenatural es, allá donde se produzcan los hechos, el medio
más eficaz de arrancar de cuajo las raíces que hunden la vida social en el
suelo de su propio pasado, hacer añicos sus fuentes de coherencia tanto interna
como externa, someterla a una suerte de lobotomización que la desorienta por
completo, la «deja en blanco», la pone a merced de los cambios radicales que se
avecinan.
Uno de
esos procesos de transición de los que la desarticulación violenta de lo santo
ha venido siendo factor casi consubstancial ha sido –y lo es en el caso español
contemporáneo– el de modernización, es decir el del suscitamiento de
estructuras sociales que vienen determinadas por la diferenciación de esos dos
sistemas funcionalmente compenetrados entre sí que cristalizaron en torno a los
núcleos organizativos que son la empresa capitalista y el aparato estatal
burocrático. Entiéndase por proceso de
modernización sobre todo como ruptura con tradiciones que
pudieron antojarse casi naturales, homogeneización de normas de acción y de
valores y el establecimiento de patrones abstractos de socialización basados en
la individualización de los sujetos. Aquí se sostendrá que la iconoclastia
anticlerical española es de ese tipo, es decir que figuraría entre los que han
acompañado los procesos de traspaso de sociedades tradicionales o premodernas a
otras definidas por la centralización política, el capitalismo, la
urbanización, la homogeneización cultural, la subjetivización, etc. Dentro de
los procesos de modernización, la iconoclastia suele aparecer en los momentos
más críticos, aquellos en los que con mayor claridad se percibe la urgencia de
amputar traumáticamente los mecanismos de reproducción social tradicionales,
basados sobre todo en la creencia en la eficacia de los símbolos rituales.
En
España, las proclamas favorables a la eliminación del catolicismo de la faz de
la tierra y los acontecimientos iconoclastas también quisieron afectar el nivel
más estratégico de la organización social, aquel de cuya desarticulación
dependía la incorporación de España al orden de la modernidad capitalista. El
objetivo de las agresiones era, por encima de todo, la eliminación o la
desactivación de los elementos del paisaje considerados incompatibles con un
orden civilizatorio en proceso de construcción. Los lugares y momentos a
aniquilar eran interpretados como focos desde los que actuaban, más allá de la
política y la economía, los niveles más profundos y determinantes del sistema
de mundo todavía hegemónico.
La
iconoclastia de masas, tal y como se da en España hasta 1936, sucede como
lugar fundamental de una dinámica, ya concluida en la mayor parte de países
de Europa occidental y largamente aplazada aquí, que desembocaba en la implantación
de un nuevo estado de cosas social, económico y político, a costa del sacrificio,
traumático casi siempre, de los antiguos modelos de institucionalización religiosa
del orden societario. Las grandes corrientes heréticas y reformistas que
recorrieron Europa durante siglos, expresando a su paso un odio cerval contra
el clero, deben ser pensadadas en tanto que forzadoras ya del confrontamiento
entre una cultura tradicional fundada en la omnipresencia de Dios en el mundo y
una cultura de la modernidad centrada en la autonomización de lo mundano. Ese
cambio no se había producido en España. España, sin Reforma, era un país
rezagado, pendiente todavía lo que
Trevor‑Roper había llamado la «asignatura
protestante», una apreciación que, si hubiera que dar por buena una lectura
secuencializada más o menos homologable del acceso a la modernidad religiosa,
podría ser extensible a ese otro episodio ignorado que fue el propio milenarismo
en España, que no sólo no conoció las revoluciones puritanas que se extienden
por Europa a partir del siglo XVI, sino que tampoco fue escenario de algo comparable e a las grandes movilizaciones populares de signo apocalíptico
que recorrieron el continente durante siglos, con la excepción de los
irmandiños del siglo XV y, de manera más parcial, la de comuneros y germanías en el siglo siguiente.
De
hecho existe una ideología religiosa que sí asume casi consustancialmente la
iconoclastia: el extremismo protestante, con sus nuevas concepciones acerca de
la relación entre signo y mundo, animado por la misma necesidad teórica de una
nueva pedagogía de la Verdad. Es ahí que cabe reconocer la relación entre el discurso
anticlerical español contemporáneo y todas las viejas obsesiones antirromanas
del protestantismo más exaltado. Es más, si en España se conocen las formas más
brutales de anticlericalismo es posible que sea, a partir de esas
consideraciones, porque es aquí donde se despliegan de la manera más taxativa
todos los elementos más o menos legendarios del contencioso reformista contra
la Iglesia. Las viejas acusaciones de luxuria
y avaritia, de idolatría y de
paganía, todas las maldades atribuidas al clero por los reformados a lo largo
de varios siglos conocían en España su exacerbación, en un país en que la
Contrarreforma había constituido un sólido dique contra el avance del
protestantismo y, con él, del proceso de modernización. España podía ser
imaginada como el campo de batalla en que medían sus fuerzas dos potencias
incompatibles que se enfrentaban desde el siglo XVI en Europa, en el que quizás
fuera su último y definitivo gran combate. De un lado la subjetivización, el
rechazo de la pompa ritual, el culto a la Razón, las luces ilustradas, la
secularización, el progreso del conocimiento, las libertades públicas. Del otro,
lo que la Reforma llevaba siglos mostrando como las tinieblas del oscurantismo,
la ignorancia fanática, el absolutismo...
El
restablecimiento de la Inquisición y la abolición de la constitución en 1812 habían
supuesto el fracaso absoluto de que pudo haber sido una reforma religiosa en
España encabezada por la propia Iglesia. Carlos III, desde su erasmismo de
Estado, había contado, en efecto, con las jerarquías eclesiásticas para completar su proyecto de progreso nacional,
y se estuvo de acuerdo en someter a control y a limitación los mismos poderes
que se constituirán en el objetivo de la agresión anticlerical más adelante: el
clero parroquial, las órdenes religiosas y la desmesura cultual que tanto había
propiciado el barroco católico. Con ese plan, de clara impronta febroniana,
se quiso repetir la reforma con que Ludovico, en el siglo XIV, había
intentado –valiéndose del peonaje de los franciscanos– hacer realmente de la
Iglesia lo que Althusser entendía que era, esto es un aparato ideológico del
Estado. Es el momento en que se difunde en toda la Europa el devocionalismo
–el culto al Sagrado Corazón, las Cuarenta Horas Eucarísticas, etc.– mediante
el que Roma pretendía sustituir la espectacularidad de los ritos externos por
formas de participación personal en lo divino y «desoralizar» la religiosidad
mediante la divulgación masiva de catecismos como los de Astete y Ripalda. A los esfuerzos por
simplificar e interiorizar el culto de aquel entonces, a cargo de obispos como
Bertrán i Climent, Tavira y Almazán, con la figura fundamental de
Mayans y con intelectuales como Pérez Bayer o Enrique Flórez –esto es la corriente jansenista–, le
siguieron, ya iniciado el siglo XIX, otros intentos de desritualizar la práctica
religiosa desde la propia Iglesia, como los de clérigos como Lorenzo Villanueva, Muñoz Torrero, d'Espiga, Abad i Queipo, Torres Amat, Golfanguer, Rosales, etc., algunos de ellos –como
José Antonio Lorente– también francmasones, y
siempre en la dirección de propiciar un concepto de religiosidad sentimental
e íntima inspirada en la devotio moderna
y el catolicismo holandés del que surgiera en el siglo XVI la figura de Erasmo de Rotterdam.
De esa
expectativa de cambio religioso se pasó a partir de la restauración de Fernando
VII y el reinado de Isabel II a un retroceso brutal a posiciones anteriores,
empezando por la reinstauración de los tribunales inquisitoriales. En la Europa
moderna ese fracaso se concibe a la manera de una catástrofe, una tragedia que
debe ser corregida como sea. En ese estado de ánimo que recorre sobre todo
medios protestantes angloamericanos juegan un papel fundamental exiliados como
Lorente, residentes en Inglaterra
durante muchos años como Mendizábal o protestantes como Blanco White, que entienden que la
modernización de España es ante todo parte de una labor evangelizadora, es
decir, desde el punto de vista protestante, de extirpación de las
supersticiones ritualistas y paganas que denunciaban que el país ni siquiera
había llegado nunca a ser cristiano.
Esa higienización de la vida religiosa
española se traduce en los ambientes liberales en un catolicismo modernizado y
erasmista, que acabará fracasando en su intento de reformar la Iglesia desde
dentro y que asume posiciones laicizantes cada vez más radicales. La revolución
liberal se plantea de ese modo como una tarea misionera de cristianización o
recristianización de España, en el sentido de conquistar el país para la
verdadera religión de Cristo. O, lo que es igual, una batalla por recluir la
religiosidad a esa esfera puramente privada en la que cobra sentido y
autenticidad, proyecto que es a la vez secularizador y protestantizante. Si se
alistan escuadrones protestantes en favor de la revuelta que encabeza Torrijos en 1830 y si se presentan en España misioneros
como George Borrow para llevar cabo la Segunda Reforma, es porque
se está convencido de que en España se desarrolla en aquellos momentos un
auténtico combate civilizatorio y porque ese combate es esencialmente religioso
y cristiano. Toda la historiografía angloamericana del XIX, pero también la
ficción novelesca, no hacen sino insistir en esa truculentización de España por
culpa del catolicismo, un paisaje atroz cuyas fuentes se hallan siempre en los
lugares comunes del antipapismo protestante.
Es de ese
molde prestado por la impugnación reformada del que se extraen los estereotipos
que trasladan a la España contemporánea todo los tópicos contra la Iglesia que
el puritanismo inglés, francés, suizo u holandés, había repetido prácticamente
desde el siglo XVI, y que se habían plasmado en la historia en efusiones de
violencia contra las imágenes religiosas, los edificios del culto y los ritos
externos y sus oficiantes. Son esos lugares comunes del viejo extremismo
protestante los que asumen como propios todas las fuerzas modernizadoras,
encabezadas por el librepensamiento burgués y secundado en ello por un
populismo radical o un obrerismo de izquierdas sin un discurso propio al
respecto.
La iconoclastia no había cumplido en España una tarea distinta de la
que llevaba siglos ejecutando en el resto de Europa, y que no fue otra que la
de abrir paso sin contemplaciones a lo que Norbert Elias llamara en su obra maestra un proceso de civilización, es decir un
cambio rotundo en la constitución de la sociedad en su conjunto y de los
hábitos y comportamientos personales, cambio que se fundaba en el paso de la
coacción social a la autocoacción, en el autocontrol sobre los instintos, en la
psicologización y en la racionalización. La conclusión no podía ser otra que
aquella que acabará presentando ante el mundo, en 1936, a los defensores de la
República como los encargados de llevar a cabo la gran reforma de las
costumbres que el protestantismo había asumido y asumiría en otras partes y
que, ocupando el lugar histórico de éste, conduciría a España por la segura
senda de la Política, la Ciencia y el Capitalismo.