diumenge, 22 d’agost del 2021

Sobre la ampliación del principio de transubstanciación al conjunto de las imágenes veneradas


“Del Saco de Roma”, de Francisco Javier Amérigo i Aparici, 1887

Introducción de la conferencia “Exorcismo y martirio de las imágenes. La iconoclastia como violencia corporal en las sociedades mediterráneas”, pronunciada en el marco de la Primeras jornadas de estudios antropológicos sobre el Mediterráneo: el ritual, celebradas en Almería en marzo de 1995, a las que me invitó Francisco Checa, de la Universidad de Almería. 
  
ALGUNAS CONSIDERACIONES PREVIAS SOBRE LA AMPLIACIÓN DEL PRINCIPIO DE TRANSUBSTANCIACIÓN AL CONJUNTO DE LAS IMÁGENES VENERADAS EN EL CATOLICISMO
Manuel Delgado

El Mediterráneo lleva siglos siendo uno de los escenarios del combate, con tanta frecuencia furioso, por la reforma de las costumbres religiosas de denominación cristiana, en el sentido de liberarlas de lo que era considerado un exceso de dependencia con respecto de los símbolos externos y, más en concreto, de iconos ‑de eikonos, "imágenes"‑ sacramentados. La justificación de los ataques contra el culto a los símbolos materiales reposaba en el cargo de traición contra la prohibición mosaica de representar lo divino: "No te harás escultura ni imagen alguna, ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas, ni les darás culto" (Deuteronomio, 6 8‑9). A su vez se obedecía el mandato bíblico contra los adoradores de imágenes: "Suprimiréis todos los lugares donde los pueblos que vais a desalojar han dado culto a sus dioses...; demoleréis sus altares, romperéis sus estelas, romperéis sus cipos, derribaréis las esculturas de sus dioses y suprimiréis su nombre de ese lugar" (Dt 12 2‑3).

La historia de la iconoclastia en el Mediterráneo había arrancado con las grandes revueltas antidolátricas del Bizancio de los siglos VIII y IX. La persecución del culto a las imágenes por León el Isaúrico y los otros emperadores iconoclastas, al igual que ocurrió con la protagonizada por sectas minoasiáticas como los paulicianos en el siglo IX, seguramente fue la consecuencia de un fenómeno de contagio de la antidolatría hebrea y, sobre todo, la promovida por la revolución islámica del siglo VII. Su incidencia sobre la sacramentali­zación figurativa se limitará, en el oriente mediterráneo, a las restricciones impuestas sobre el culto a iconos de bulto exento entre los cristianos cismáticos y la hegemonización entre éstos de las imágenes ‑igualmente virtuosas‑ pintadas sobre tabla o en relieve. La tibieza islámica en relación con el culto a los símbolos figurativos permitió, igualmente, que los prolongados periodos de dominación árabe u otomana no afectaran la integridad de los iconostasios de las iglesias cristianas arábigas y eurorientales, salvo eventuales episodios de violencia iconoclasta. 

Es cierto que Mahoma dirigió su lucha contra la idolatría árabe preislámica, pero los musulmanes nunca llegaron a renunciar completamente a algunos de los elementos que la habían fundado, como lo demuestra el lugar protagonista que continuó reservándose a la kaaba, el uso de los rosarios o el lugar reservado al culto a los santos, los ángeles o las tumbas. La clave de esa actitud más frecuentemente tolerante –desmentida más adelante por la iconofobia wahabita– hay que buscarla en el status de inocuidad que el Corán (25 3-4) supone a las formas naturalistas y figurativas de culto: "Los idólatras han tomado otros dioses distintos de Él, dioses que no han creado nada, que han sido creados. Que no pueden hacer ningún bien ni ningún mal, que no disponen de la vida, ni de la muerte, ni de la resurrección."

En la región del Oeste euromediterráneo las cosas fueron muy distintas. La zona conoció a partir del siglo XI corrientes escatológicas comparables, quizás en grado menor, con las grandes revoluciones profetistas que, en otros lugares del continente europeo y a lo largo de la Baja Edad Media, expresaron la urgencia de acabar con la sacralización de la materia. En los siglos XII y XIII los cátaros y los pastoreaux del Mediodía francés desautorizaron el poder de los sacramentos. Italia ya había conocido movilizacio­nes de contenido antisacramental, como la de los patarinos milaneses del siglo XI, a la que le sucedieron la de los seguidores romanos de Arnaldo de Brescia en el XII, o la de los apostólicos, joaquimitas radicales seguidores de Segarelli y Dolcino de finales del siglo XIII y comienzos del XIV. A ellos les habrían de seguir ungidos, piagioni, popolari, sin olvidar a los seguidores de Savonarola o Pedro Bernardino ya en el siglo XV. Por último no puede olvidarse que la región fue también escenario de una de las grandes revoluciones puritanas de la Edad Moderna: la de los hugonotes franceses del siglo XVI. En ella se producirán cambios profundos en la justificación dogmática y en la aplicación por la fuerza del principio decalógico de la prohibición de adorar a las imágenes, cambios que, como veremos, serán a su vez consecuencia de una nueva visión de lo que debía ser el lugar del mundo en las relaciones entre el hombre y Dios

Se ha procurado ver en la violencia de los reformados la expresión más vehemente de toda una revolución semiótica, esto es de un cambio profundo que pretendía atañer a las concepciones vigentes acerca del valor de los signos y, al hacerlo, actuar sobre la producción de significados y el conocimiento. Esta línea de análisis se ha practicado tanto con respecto al estudio de los textos en que Calvino y Zuinglio recogieron la herencia teórica de Von Karlstadt (B. Cottret, "Per une sémiotique de la Réforme”, Annales ESC, XL/2, 1984) como en forma de una lectura en clave semiológica de ciertas prácticas iconoclastas concretas, como podían ser las desplegadas por los hugonotes en la Francia del siglo XVI (Denis Crouzet, Les Guerriers de Dieu, Champ Vallon). Estas visiones han conseguido dar cuenta analítica de la fobia puritana contra las imágenes desplegada a lo largo de los siglos XVI y XVII en Inglaterra, Escocia, Francia, Holanda o Suiza, sobre todo para distinguirla de la registrada antes por movimientos apocalípticos preprotestantes, como los taboritas centroeuropeos de Hus o los lolardos ingleses inspirados por Wycliff. 

El tipo de explicaciones que estos enfoques propician se han remitido específicamente a la iconoclastia calvinista, la históricamente más intensa, pero podrían ver su campo de clarificación ampliado hasta abarcar otras acciones del mismo orden, aunque no específicamente atribuibles al protestantismo reformado, incluyendo entre ellas algunas a las que la frustrada autorreforma de la propia Iglesia romana del XVI no sería ajena. Un episodio de sacrilegio tan espectacular como el del Saco de Roma en el 1727 podría ser una muestra de ello. Como señalaba en su famoso estudio André Chastel (El saco de Roma, 1527, Espasa-Calpe), la permisividad de Carlos V al respecto no puede ser desligada de la ambigua postura de Erasmo y de buena parte de los eramistas ‑Vives, por ejemplo‑ que tanto influían sobre el Emperador, de igual forma que las fuentes insisten en advertir que los lansquenetes luteranos que asaltaron la ciudad tuvieron un papel menor comparado con el que asumieron los españoles, cuyo furor, como señala uno de los testimonios de la época, "fue más vivo y horrible".

Interpretaciones de tal índole han atendido la manera como los iconoclastas reformados y presbiterianos denunciaban como inaceptable la hipervaloración de los papistas de ciertos objetos representacio­nales, en tanto se veía en ello una expresión extrema de un tipo de conocimiento, el analógico, con el que el nuevo pensamiento pretendía romper. La vehemencia puritana contra los símbolos materiales se dirigía, en última instancia, contra lo que hasta entonces había sido la continuidad entre experiencias físicas y experiencias intelectuales, que en el plano religioso conducía a una dependencia excesiva respecto de operaciones metafóricas que constantemen­te forzaba a recurrir a la naturaleza con el fin de proveerse en ella de repertorios significantes. 

En concreto, la alegoría sensible no podía considerarse sino corruptora de la comunicación con Dios, en tanto que, al establecer que la divinidad podía resultar contenida o presente en una cosa, desviaba al hombre del conocimiento de la verdad divina, que es inmanente y, en consecuencia, cognoscible sólo mediante la experiencia subjetiva: lo espiritual sólo puede ser percibido espiritualmen­te. Así, puede leerse en la Institución Cristiana de Calvino: "El Creador es incomprensible ya que Su Majestad está oculta muy lejos de todos nuestros sentidos" (I, 5, 1). La mediación de lo visible para hacer accesible lo invisible es, entonces y por definición, intolerable, en la medida que ensucia la condición inefable de lo sagrado. La experiencia privada, la conciencia personal sacramentada, pasaba a ser homologada como la interlocutora exclusiva del Espíritu y la vía única de distribución de su Gracia. Sólo desde la fe puede accederse a la única vía por la que Dios ha querido atenuar la ininteligibilidad de sus designios: las Sagradas Escrituras.

La defensa católica ante las acusaciones de idolatría no puede decirse que contribuyera a calmar el escándalo suscitado por su lealtad a la figuración naturalista de lo divino. El triunfo de las tesis iconódulas de Juan Damasceno en el II Concilio de Nicea, en el siglo VIII, confirmadas luego en el de Trento, en el XVI, no sólo no resolvieron la cuestión sino que la empeoraron todavía más: las imágenes, en tanto que mediadoras, no eran "adoradas" sino “veneradas". Tal estrategia de reconocimiento de la presencia real y concreta de lo imaginado en la imagen, mediante la que se pretendió hacer frente a las acusaciones de idolatría y que consistía en establecer que los santos no sólo vivían por sus imágenes sino también en ellas, venía a sancionar teológicamente la confianza en el poder de unos objetos que ya no pretendían representar a las personalidades extrahumanas sino que eran ellas. Lo que, por cierto, contrasta con la solución que el hinduismo halló para un dilema parecido, planteado al enfrentar su práctica social con unas fuentes ‑la religión védica‑ que había prescindido de imágenes. 

Dejando de lado iniciativas como las de Kabir en el siglo XV o del sijismo, en la dirección de prescindir de las imágenes y fusionar las personalidades y los cultos de Rama y Alá, la polémica se resolvió estableciendo que las archas o imágenes sagradas, a pesar del trato humanizado que se les daba ‑eran despertadas, lavadas, vestidas, alimentadas como si el dios estuviera realmente presente en ellas‑, constituían simplemente representaciones icónicas de fuerzas espirituales. Volviendo al escenario cristiano medieval, se hacía de aquella manera oficial una extensión al conjunto de los objetos de culto del principio dogmático de la transubstanciación de la hostia en la Eucaristía, proclamado por la Iglesia en el 1215, que las masas cristianas ya habían ampliado abundantemente por su cuenta, a lo largo de toda la alta Edad Media, a la globalidad del culto a las imágenes y reliquias de los santos. A recordar cómo la pretendida conversión total de una sustancia ‑el pan y el vino‑ en otra ‑el Cuerpo y la Sangre de Cristo‑ en la liturgia eucarística fue uno de los motivos que más excitara la abominación de los calvinistas, no sólo hacia los católicos sino incluso en relación con la tibieza mostrada por Lutero al respecto, puesto que para él la consubstanciación no negaba la presencia real de Cristo en la Eucaristía, pero coexistiendo y no suplantando completamente la sustancias empíricas del pan y el vino..

Con ello se transgredía bastante más que la prohibición de asignar a las imágenes una función analógico-monumental, ya de por sí instituida en el Libro sagrado ‑"Pues ¿con quién asemejareis a Dios, qué semejanza le aplicareis?" (Is 40 18). Aquellas imágenes pintadas o esculpidas de los santos, de la Virgen o del propio Cristo no se conformaban con figurar los personajes del panteón católico, sino que habían sido elevadas a la condición de auténticos objetos poseídos por sus originales redivivos, o cuanto menos a prolongaciones físicas singularizadas de los propios personajes invisibles a quienes se aludía. Se trataba de verdaderas presencias vivas, y era de tal mérito maravilloso de donde procedía la capacidad para operar portentos que les era supuesta.