dilluns, 10 de maig del 2021

La desactivación patrimonial de lo urbano


La foto es de Yanidel

Último apartado de Ciudades sin ciudad. La tematización ‘cultural’ de los centros urbanos, en David L. Lagunas, ed., Antropología y turismo. Claves culturales y disciplinares, UAEH/Plaza & Valdés, México DF, 2007, pp. 91-108.

La desactivación patrimonial de lo urbano
Manuel Delgado

La ciudad monumentalizada existe contra la ciudad socializada, sacudida por agitaciones con frecuencia microscópicas, toda ella hecha de densidades y espesores, acontecimientos y usos no siempre legítimos ni permitidos, dislocaciones que se generalizan... Frente a todo eso, la ciudad o el fragmento de ciudad se ve convertida así, de la mano de la monumentalización para fines a la vez comerciales y políticos, en un mero espectáculo temático para ser digerido de manera acrítica por un turista sumiso a las directrices del plano o del guía. Deviene así por fin unificada, dotada de sentido a través de una manipulación textualizadora que no puede ser sino dirigista y autoritaria. De ahí los conjuntos arquitectónicos, los edificios emblemáticos, las calles peatonalizadas en que sólo hay comercios para turistas. Espacios acotados por barreras invisibles en que –como ocurre en ciertas instalaciones hoteleras de primera línea de playa– el turista sólo se encuentra con otros turistas, en escenarios de los que el habitante se está batiendo en retirada o ha sido expulsado ya. En tanto que utopizante, la monumentalización de las ciudades está directamente asociada al lado carcelario de toda urbanística, a su dimensión siempre potencialmente o fácticamente autoritaria. La fanatización del resultado de esa voluntad de ciudad feliz resulta, entonces, inevitable, en la medida que la concepción que proyecta –que vende, bien podríamos decir– no puede tolerar la presencia de la mínima imperfección que desmintiera la ansiedad totalidad verdadera.

La llamada ciudad histórica es precisamente la ciudad que ha conseguido eliminar el pasado, puesto que en tanto que utopía es también ucronía, tiempo fuera del tiempo. A la ciudad monumentalizada, se le podría aplicar todo lo que se pudiera decir de cualquier reificación de lo que se supone absoluto y eterno. La realización de esa sociedad hipervirtuosa que el turista recibe implica, por tanto, y necesariamente, una negación de toda incertidumbre, del riesgo, de lo inexplicable del destino, de lo fortuito y de todo aquello que pudiera parecerse o se derivase de las ideas de libertad y sinceridad humanas.

La ciudad temática constituye, por todo ello, la apoteosis de lo que Henri Lefebvre llama el espacio abstracto. Espacio puramente concebido y desplegado como puro. Triunfo sobre lo concreto y sobre lo múltiple; triunfo de lo previsible y lo programado sobre lo casual y lo confuso. Las políticas destinadas al turismo de masas vienen entonces a reforzar la lucha urbanística y arquitectural contra la tendencia de toda configuración social urbana al embrollo y a la opacidad, en nombre de la belleza y la utilidad. La ansiedad de las instituciones y los empresarios interesados en vender ciudad es la misma que experimenta el buen planificador urbano, puesto que a ambos les solivianta la misma evidencia no sólo de las desigualdades, las agitaciones sociales, las marginalidades más indeseables que emergen aquí y allá en torno a la paz de los monumentos, sino de la propia impenetrabilidad de la vida urbana que les obliga a procurar que los turistas no se desvíen nunca de los circuitos debidamente marcados, de los senderos rituales, puesto que en sus márgenes la ciudad verdadera no deja nunca de acecharles. Fuera de los hitos que brillan con luz propia en el plano que el turista maneja, un poco más allá, no muy lejos de las plazas porticadas, las catedrales, los barrios pintorescos..., se despliega una niebla oscura a ras de suelo: la ciudad a secas, sin calificativos, plasmática y extraña, crónicamente inamistosa. Eso es lo que el turista no debe ver: lo que hay, lo que se opone o ignora el sueño metafísico que las guías prometen y no pueden brindar: una ciudad transparente y dócil que, quieta, indiferente a la vida, se pavonea estérilmente de lo que ni es, ni nunca fue, ni será.

Culmina así un divorcio cada vez más radical entre la ciudad representada y la ciudad vivida, entre la ciudad monumentalizada y la ciudad real, entre una ciudad irrevocable y una ciudad constantemente autocuestionada. Lo que se promueve como una «recuperación» de ciertos entornos urbanos consiste en rescatar los puntos resaltados de la propia ciudad, es decir, de la amenaza que supone para ellos la miseria de los usos triviales que se registraban a su alrededor. La ciudad monumental sólo puede existir, por tanto, contra la ciudad, o cuanto menos contra lo urbano –lo inestable de las ciudades–, manteniendo a raya lo que, siguiendo a Spengler, podríamos llamar «el avance de lo inorgánico», las dinámicas ciudadanas y, más allá o antes, todas las formas de irreversibilidad, es decir, la variable tiempo. En la práctica, la tematización historicista o artística de los centros urbanos implica una cualificación del entorno urbano que lo aleja del practicante real –residente o usuario consuetudinario–, pues desemboca en barrios históricos deshabitados, plagados de restaurantes, hoteles y tiendas de lujo y en manos de una especulación inmobiliaria que exige precios desorbitantes para habitar en ellos. Decorado espectacular para la recreación histórica o para todo tipo de liturgias culturales, a la vez –lo hemos visto– para que las instituciones oficiales allí instaladas se bañen en un entorno todo él hecho de venerabilidad, saber y belleza.

Los centros históricos y monumentales implican la versión oficial de lo que ya era un proceso de zonificación y jerarquización del espacio urbano en términos bipolares: un espacio destinado a lo consuetudinario, a lo empírico, a lo instrumental..., y otro consagrado a tareas de pura representación afectual, espacios para y de los sentimientos, territorios de lo memorable, en este caso de acuerdo con los parámetros institucionales y empresariales de lo que debe resultar rentable y al mismo tiempo emocionante y evocador, generador tanto de capital económico como de capital simbólico. El urbanista y el arquitecto se ponen al servicio de ese objetivo en última instancia museificador –léase embalsamador– de los centros urbanos calificados como monumentales. Llevan más de un siglo haciéndolo, contemporaneizando materiales con frecuencia puramente paródicos de la memoria urbana. En una primera fase, mediante la imitación historicista. En una última, mediante la ironización y el pastiche posmodernistas. La coincidencia entre planeadores urbanos, gerentes y gestores culturales y operadores turísticos puede ser total, sobre todo si los tres están en condiciones de entender el significado último de su trabajo. Éste no es sino el de ofrecer al turista y al inversor, pero también al propio residente, una imagen cuanto más homogénea mejor del espacio que consume, usa o habita. El objetivo es, en los tres casos, el de generar centralización, una centralización en la que se unen o se confunden urbanización, monumentalización, sueño dorado de integración total entre intereses, espíritu colectivo y participación acrítica en lo designado.

Por doquier se comprueban los esfuerzos que unos y otros –del urbanista al promotor turístico, pasando por el político o el empresario que animan y patrocinan a ambos– por imponer discursos espaciales y temporales que sometan la tendencia que las dinámicas urbanas experimentan hacia el enmarañamiento. El control sobre eso que esta ahí y no se detiene –lo urbano, lo que se agita sin cansarse, ese puro trabajo– es lo que todo orden institucionalizado intenta en sus relaciones con el espacio social. De lo que se trata es de hacerle creer al turista lo que este espera tener razones para creer, que no es otra cosa que la alucinación de una ciudad plenamente orgánica, imposible si no es a base de inventar y publicitar este principio de identidad que no puede resultar más que de esconder la dimensión perpetuamente alterada del universo que nunca alcanza a ocultar del todo. Frente a la memoria hecha de clisés y puntos fijos, en torno a los monumentos y monumentalizaciones, lo que hay en realidad es otra cosa: las memorias innumerables, las prácticas infinitas, infinitamente reproducidas por una actividad que es a la vez molecular y masiva, microscópica y magmática.

Universo de los lugares sin nombre, una ectoponimia, que no es sino lo contrario de una toponimia. Pero eso sólo puede ser un proyecto, un sueño. Hasta el propio turista sabe o no tardará en descubrir que las calles y las plazas de la ciudad que visita son archivos secretos y silenciosos, relatos parciales de lo vivido, recuerdo de gestas sin posteridad, marcos incomparables» para epopeyas minimalistas para quienes sólo tienen su propio cuerpo, incapaces de pensarse si no es términos al mismo tiempo somáticos y topográficos. Memorias potentes sin poder, que se enfrentan a las de un poder impotente, a sus ciudades espectaculares, conmemorativas, triunfales, falsas. Es para amansar y vigilar este artefacto de existir pluralmente que es toda ciudad que el orden de las instituciones y la lógica del comercio procura instaurar su ornamentación. Al murmullo de las calles y las plazas, a los emplazamientos efímeros y las trayectorias en filigrana, a la inabarcable red que trazan las evocaciones multiplicadas de las muchedumbres y los paseantes, la polis intenta sobreponerle –a base de instituir sus propios nudos de sentido– la ilusión de su legitimidad y las coartadas que le permiten ejercer su autoridad. Se trata de alcanzar un gran objetivo: el de constituir las bases escenográficas, cognitivas y emocionales de una identidad políticamente pertinente y comercialmente vendible, un espíritu urbano unitario que se imponga de una vez por todas a una multiplicidad inacabable de acontecimientos, ramificaciones, líneas, accidentes a veces venturosos, de bifurcaciones. Movimiento perpetuo, ballet de figuras imprevisibles, heterogeneidad, azar, rumores, interferencias..., la ciudad. Es negando ese calidoscopio dotado de inteligencia que el político, el planeador urbanístico y el promotor turístico intentan imponer la simplicidad de sus esquemas, la paz de sus ciudades sin ciudad.

Estamos ante una nueva forma de zonificación monofuncional –cuanto menos por lo que hace a su intensidad y generalización– que convierte los centros históricos en parodias del pasado y en decorados de cartón piedra, puesto que lo que se exhibe como su rescate es en realidad un paso más en su destrucción o, cuanto menos, en su desactivación como espacios verdaderamente urbanos. El centro histórico tematizado es una última versión de esa voluntad al tiempo política y empresarial por obtener una geografía nítida de la ciudad, compartimentación clara que distingue comarcas fácilmente definidas y definibles, cada una con su asignación social, su funcionalidad, su público... Esa es la ciudad hecha poder y hecha dinero, la ciudad sumisa y previsible. Una ciudad convertida en mausoleo.

Ahora bien, a pesar de todo ello, nada hay de incompatible en la conservación de edificios emblemáticos o riquezas arquitectónicas, monumentales o urbanísticas con que sus entornos continúen siendo lo que en muchos casos continúan siendo todavía: ciudad, escenarios para el conflicto, la fragmentación de usos y lecturas, los más inestables equilibrios, las reformulaciones..., pero también espacio en que se integran los rastros de pasados masivos o microscópicos. El casco monumentalizado de los promotores inmobiliarios, las instituciones políticas, los operadores turísticos, los urbanistas más dóciles y los gestores culturales, es un espacio teatral especializado en la comedia de su pseudoverdad: unidimensional, unitario, uniforme, al tiempo que momificado, centro histórico del que la historia ha huido... Es un centro política y simbólicamente centralizado y centralizador. En cambio, el centro histórico, en tanto se le deja convertirse en lo que es, es un centro centrado, en la medida en que se constituye en marco de y para la centralidad. Centralidad histórica, en el sentido de que es espacio en que se pueden distinguir las diferentes fases de lo urbano como proceso y en que se superponen las distintas etapas de la lucha social o, mejor, de la sociedad como lucha. Conciencia al fin de hasta qué punto constituye un pleonasmo la manera que tenemos de hablar de centros históricos.

No hay, en ese sentido, centros históricos, como tampoco ciudades históricas. Todos los centros, todas las ciudades, lo son. El centro histórico también es centralidad social, en tanto que la sociedad está ahí, en un «espacio de todos y de nadie, lugar a un tiempo de paseo festivo y del pasar cotidiano, de la fiesta, del trabajo y de la revolución; síntesis del orden y de la subversión, camino abierto del trabajo, de la compra y del estudio, esto es, de la reproducción y camino roto por las barricadas; lugar de las conductas pautadas y de los comportamientos marginales, espacio de lo cotidiano y de lo excepcional, lugar de cita de lo vulgar y lo misterioso, de lo viejo y de lo moderno». Espacio de la reproducción del sistema y a la vez espacio de la contestación del orden establecido, lugar de permanencias y de mutaciones, del orden y de su negación. Más que un espacio vivo o vivido: un espacio viviente.