dilluns, 14 de desembre del 2020

Palabras como ritos



Armatolo pintado por Richard Parkes Bonington en 1825

Reseña de la compilación de Julian Pitt-Rivers y John George Peristiany, Honor y gracia (Alianza, Madrid, 1993), publicada en  Babelia, suplemento de libros de El País, el 17 de julio de 1993.

PALABRAS COMO RITOS
Manuel Delgado

La colección de artículos reunidos por el recientemente desaparecido John B. Peristiany bajo el título Honour and shame (aquí, misteriosamente, El concepto del honor en la sociedad mediterránea, Labor, 1968) implicó, ahora hará ya casi 30 años, además de uno de los síntomas del proceso de repatriación de la antropología europea y de la constitución de la cuenca mediterránea como nueva área predilecta de estudio, un viaje al interior cultural de nociones –honor y vergüenza- , cuyo sentido profundo aparecía directamente complicado en el marcaje de las distinciones simbólicas entre los sexos.

Como una suerte de segunda parte de aquel volumen, aparece entre nosotros Honor y gracia, donde Julian Pitt-Rivers y, de nuevo, Peristiany reúnen a aquellos mismos autores y escenarios etnográficos para una puesta al día de sus observaciones de 1965. Así, hacemos regresar a Peristiany a Chipre para que nos hable de sofrón, una especie de santo laico encargado de mediar entre lo ideal y lo real en la vida de la comunidad, mientras John K. Campbell nos devuelve a Grecia para ponernos en paralelo los avatares de la aventura heroica concebida por Homero con los enfrentamientos que, a principios de siglo, conociera el Pindo entre los bandoleros kleftos y la milicia local de los armatoles, leales a las autoridades turcas.

La aportación española corre a cargo, otra vez, de Caro Baroja, y viene a ser un apéndice a esa obra maestra suya que es Las formas complejas de la vida religiosa (Akal, 1978). El norte de África conoce una modificación en sus representantes: le toca el turno ahora a Raymond Jamous y los bereberes del Rif marroquí. En cuando a Pierre Bourdieu se detiene en los exámenes de entrada en las escuelas superiores francesas y en la magia que operan para instituir una personalidad social segregada, brindándonos un artículo sencillamente sin desperdicio. Las novedades las constituyen los artículos de Sandra Ott sobre el valor indarra en el País Vasco; de Maria Pia di Bella sobre clase social y santidad en Sicilia; de Catherine Lafages a propósito de los ritos de coronación y funerarios en la Francia medieval, y un excelente trabajo de Emmanuel Le Roy Ladurie acerca de la lógica del sistema aristocrático en la Corte de Luis XIV.

El núcleo teórico vuelve a recaer en Julian Pitt-Rivers. Aquí da un paso adelante en su análisis de las nociones de gracia y de honor, al tipificarlos junto a aquéllas de las que Hubert y Mauss dijeran en 1903, en su famoso ensayo sobre la magia, que eran palabras que a un mismo tiempo podían ser sustantivo, adjetivo y verbo, categorías del pensamiento colectivo que conformaban en sí mismas como un rito. Su misión: unir y separar esferas, imponerle un orden clasificatorio, a un tiempo social e intelectual, al mundo.

En cambio, Pitt-Rivers no acaba de esclarecer lo que atina a plantear como un enigma: el escamoteo del concepto de gracia en antropología. La razón es de orden teológico, y sus consecuencias son lo bastante graves como para entender su soslayamiento. La noción de gracia circunscribe un dominio, el del reino de la gracia, que ejerce una oposición central en la escolástica con el reino de la naturaleza. Esa idea de reino de la gracia se desplaza, de la mano de la Escuela Franciscana del siglo XIII, al del habitus creado o gracia creada, y de ahí, poco a poco, a la categoría ya laica de cultura, aquella que los antropólogos convertirían más tarde en su propia capital conceptual.

Reconocer ese proceso semántico hubiera sido explicitar como un mero efecto óptico la pretensión científica que los antropólogos de la religión tienen de contemplar su objeto de estudio “desde fuera”. No es, por tanto, que la antropología no haya trabajado apenas la “gracia”, sino que es ese concepto mismo el que secretamente justifica su propia existencia como disciplina.