diumenge, 20 de juny del 2021

El etnógrafo y el periodista


La foto es de Erik Kim

Fragmento de la intervención en las Jornadas de comunicación "Políticas de representación en campos transnacionales', a las que me invitó  mi colega y amiga Liliana Álvarez, de la Universidad Autónoma de Madrid. Eso fue en diciembre de 2010, en una mesa en la que también intervino mi maestro Enrique Luque Baena.

EL ETNÓGRAFO Y EL PERIODISTA
Manuel Delgado

Se ha afirmado que la etnografía –el trabajo de los antropólogos sobre el terreno– y el oficio de periodista tienen puntos en común. Por ir al origen de esa conexión, es bien conocido hasta qué punto la adopción del método etnográfico por parte de los sociólogos de la Escuela de Chicago, en las primeras décadas del siglo pasado, estuvo determinado por el modelo boasiano, sin duda, pero también porque una buena parte de sus miembros procedieran del periodismo y vieron en la labor del reportero de calle un modelo para la investigación de campo, sobre todo por la avidez de aquél a la hora a acudir o estar prestos a lo que ocurre y buscar el contacto inmediato con la realidad. El caso más paradigmático es quizás el de Robert Ezra Park, que combinó el periodismo con la elaboración teórica desde la filosofía pragmática y la investigación empírica en socio-antropología urbana. 

Efectivamente, los profesionales de estos dos oficios –el periodismo y la etnografía– utilizan técnicas y métodos bastante similares, sobre todo en la medida que su conocimiento no puede resultar, en efecto, más que de un contacto personal y cualitativo con lo que establecen como su objeto, es decir unos determinados seres humanos, en un lugar concreto del espacio y del tiempo, comprometidos en unos flujos de acción que se consideran de algún modo elocuentes y de los que merece la pena hablar. Desde luego, los teóricos de Chicago –y también etnólogos cercanos a ellos, como por ejemplo Oscar Lewis– aprendieron de los reporteros de calle la importancia de estar cerca de los acontecimientos cuanto estos se producían, pero también asumieron una cierta manera de describir esos acontecimientos, un estilo narrativo que habían aprendido a su vez del naturalismo literario específicamente norteamericano, representado por las novelas de Theodore Dreiser o Upton Sinclair. De ahí esa tensión casi etnográfica que heredan quienes en la década de 1960 fueron reconocidos como los “nuevos periodistas”, como Norman Mailer, Tom Wolfe, Hunter S. Thompson, con Truman Capote como puente entre generaciones. 

En cualquier caso, podríamos decir que, en un momento en que los saberes confían cada vez más en formas muy sofisticadas de obtención y manipulación de datos, tanto el etnógrafo como el periodista más cercano a la realidad practican una especie de trabajo artesanal, "hecho a mano”, en que la grabadora, el bolígrafo y la libreta y, sobre todo, el uso intensivo de la propia sociabilidad, son las herramientas preferentes a la hora de obtener información de lo ocurrido o que está ocurriendo. Esto no implica que no sea posible distinguir con nitidez entre la labor del periodista y la del etnógrafo. Clyde Kluckhohn apuntaba: “¿Cuál es la diferencia entre el procedimiento empleado por un buen reportero y un buen antropólogo? Tienen mucho en común, en los obstáculos que deben vencer para hablar con la gente que desean entrevistar, en el cuidado que ponen al elegir sus informantes, y en su atención para registrar exactamente lo que se ha dicho y se ha hecho. Es un buen elogio que un antropólogo diga de otro: ‘Hizo un buen informe.’ La diferencia está en los fines a los cuales destinan las dos relaciones. El reportero tiene que ser interesante. El antropólogo se ve obligado a registrar lo aburrido juntamente con lo interesante. El reportero debe pensar siempre en lo que interesa a su público, en lo que le resultará inteligible en función de sus modos de vida. La principal responsabilidad del antropólogo es registrar los acontecimientos tal como los ve la gente que estudia” (en Antropología, FCE).

En efecto, el etnógrafo acaba su investigación en el campo y debe convertirse en etnólogo, es decir debe confeccionar monografías que levanten acta de estructuras, dispositivos y procesos sociales. Se convierte luego en antropólogo, es decir comparador de informaciones sobre diferentes sociedades, capaz de contribuir con sus averiguaciones a una comprensión global de la condición humana. Su público natural es la Academia y la comunidad científica, y son estas instancias las que deben valorar su trabajo, por mucho que eventualmente pueda desarrollar actividades divulgativas o –según sea su concepto de la aplicabilidad de la antropología– brindar su peritaje a la labor de las instituciones, en relación a iniciativas empresariales o como refuerzo para luchas sociales o políticas. En cambio, el periodista debe producir noticias que sepan satisfacer una demanda tanto pública como empresarial y política, a las que por fuerza ha de someterse. La inmediatez con que debe atender los pedidos que se le hagan, por otra parte, hace imposible una maduración de la información obtenida, le obliga a renunciar al uso de materiales críticos –bibliografía, por ejemplo–, y acaba inevitablemente generando todo tipo de trivializaciones. Su tarea no es la de poner en cuestión lo ya sabido, sino justamente la contraria: ofrecer constantemente pruebas de que el sistema de mundo vigente en cada momento es real y no puede ser ni desmentido ni desacatado. 

A ello hay que añadir que el llamado periodismo de investigación pueda incorporar herramientas metodológicas prohibidas, por deshonestas, para los antropólogos. Si se toma como referencia el apartado de técnicas y estrategias de un manual de periodismo de investigación (por ejemplo, Pepe Rodríguez, Periodismo de investigación. Técnicas y estrategias, Paidós), se observarán afinidades notables. El “uso de confidentes”, por ejemplo, no es muy distinto del empleo por parte del etnógrafo de “informantes bien informados”, por emplear la expresión de Marvin Harris. Lo mismo para la “participación en los hechos investigados”, del todo homologable con la más canónica de las técnicas etnográficas: la observación participante. Nada que objetar tampoco al subcapítulo de “ayudas instrumentales”, donde se hace referencia al papel del vídeo, la grabadora o la máquina de fotos. En cambio, un etnógrafo no puede dejar de sentirse casi escandalizado ante la utilización de estrategias que no tienen ningún escrúpulo en presentarse como “infiltración” o “infiltración de terceros (dirigida)”, que están tipificadas como observación encubierta por su código deontológico y que este prohíbe. 

La técnica definida como “zorro en el gallinero” supone introducir determinadas informaciones –eventualmente incluso falsas– en el seno del grupo estudiado con tal de contemplar la reacción que producen, algo inaceptable para unos estudiosos tan preocupados en alterar lo menos posible las condiciones naturales en que se desarrollan de los hechos atendidos. Nada que ver entre el “periodista ingenuo”, que se muestra ignorante ante sus informantes para obtener de ellos información ventajosa, con el antropólogo inocente del que nos hablara Nigel Barley en un conocido libro, que no es que se haga el tonto, sino que observa cómo sus informantes lo toman por tal e incluso descubre que en realidad lo es. El apartado sobre la técnica llamada “suplantación de la personalidad” no merece ni siquiera un comentario, hasta tal punto sería inconcebible para un antropólogo trabajando sobre el terreno.