divendres, 25 de juny del 2021

Memoria y lugar en Barcelona


La foto es Berto García

Fragmento de un conferencia pronunciada en el Arkitekturmuseet de Estocolmo, el 14 de octubre de 2008

MEMORIA Y LUGAR EN BARCELONA 
Manuel Delgado

La producción de significados en que consiste en gran medida la política urbanística en Barcelona parece orientada a demostrar como el medio ambiente ciudadano puede ser manipulado para hacer de él argumento y refuerzo simbólico de una determinada ideología de identidad, hasta cierto punto favorecida desde instancias políticas. La estrecha alianza entre políticos y arquitectos de la que Barcelona ha devenido escenario viene a ilustrar formidablemente el carácter funcionarial e institucional de los segundos como instrumentos de formación de una ambiente humano adecuado a los intereses de los primeros, un cuadro que, en el caso catalán, era prefigurado por la atención demostrada por los diseñadores urbanos leales al poder municipal por los ensayos de formalización estética e ideológica que había conocido Barcelona en el periodo que se extiende entre las Exposiciones Universales de 1888 y 1929. Se trata de la etapa histórica en que la capital catalana se hizo digna de denominaciones como París del Sur o Ciudad de los Prodigios, en tanto se convirtió en el gran experimento de modernización bajo la dirección de la burguesía en el Estado español, que quedará interrumpido por las convulsiones económicas, políticas y bélicas de los años 30 y, luego, por cuarenta años de franquismo. Una etapa ésta de la que los actuales dirigentes municipales aspiran a protagonizar la reedición.

La asunción de estos referentes se concreta en un remitirse recurrentemente a tres movimientos ideológicos y estéticos concretos y a los proyectos arquitectóni¬co-urbanísticos que les correspondie¬ron. En primer lugar tenemos las versiones catalanas del socialismo utópico del XIX, que se concretan en el gran proyecto de Ensanche debido a Ildefons Cerdà, vindicado para explicitar una voluntad de llevar a la práctica el gran proyecto utopista de una ciudad racionalista, ideal, concebida a la manera de un espacio abstracto y selecto, planificado a las antípodas de una ciudad orgánica que se desarrollase siguiendo los ímpetus de su propia espontaneidad. Un antecedente este que ya reclamará como propio el racionalismo urbanístico y arquitectónico de los años 30 en Cataluña agrupado en torno al GATCPAC , y que las tendencias posmodernizantes en la actualidad hegemónicas han asumido con ciertas reservas, relacionadas con la condición anticentral y por tanto antimnemotética y antipolítica del plan Cerdà. 

Del modernismo que en Catalunya experimentó una fuerte ideologización, con lo que trascendió los presupuestos meramente estéticos del Art Nouveau o el Jugendstil se rinde culto tanto a su arquitectura Gaudí, Rubió, Puig i Cadafalch y Domènech i Montaner sobre todo , como a sus producciones en las artes decorativas y plásticas en general. Mientras tanto, con respecto del noucentisme la versión catalana del Novecento italiano se marcan distancias por lo que hace a ciertas adscrecencias reaccionarias y se discute el valor de su aportación específicamente arquitectónica con la excepción de ciertas realizaciones, como algunos edificios de Puig Gairalt o de Goday , pero se asumen otros aspectos, como puedan ser las propuestas urbanísticas en sí, el modelo de institucionali¬zación cultural de Prat de la Riba, mitos como el de mediterraneidad o la ideología urbana de Eugeni d'Ors, a la que más adelante volveré.

Existen pocos ejemplos más claros de un proyecto a gran escala de generación de espacios protéticos, desplegados con la finalidad de actuar como soporte adaptativo a nuevas realidades, lo que viene a implicar que la Barcelona de hoy podría ser entendida como una suerte de laboratorio donde puede contemplarse maquetándose todo un muestrario de cómo se instauran las relaciones entre ideología y lugar, así como de la manera como el entorno puede convertirse en sostén de una estructura motivacional y en una guía para la acción. La ciudad ha abandonado su fase de expansión para iniciar otra de reconstrucción, una reconstrucción que, por su obsesión textualizadora y por conformar controladamente mapas mentales, podríamos designar como eminentemente semiotizante. El destino de estas realizaciones reconfiguradoras es dotar al usuario-consumidor semántico de la ciudad de esquemas imaginativos por medio de una organización autoritaria del medio urbano que lo predispone para ser percibido y evaluado de acuerdo con determinadas expectativas hoy por hoy hegemónicas. Los recursos que se despliegan para hacer eficiente esta metaforización territorial y también temporal adoptan un estilo fundamentalmente pedagógico, en el sentido de pensado en orden a hacer aprender al ciudadano, indicándole lo que ha de ser mirado y cómo ha de ser mirado. Esta intención de convertir al urbanita en algo parecido a un escolar medioambiental perpetuo se formaliza mediante producciones litúrgicas que palian, por la vía de una cierta grandilocuencia ornamental, las posibles carencias de legitimidad simbólica.

Y lo más interesante es que esta tarea didáctica basada en la organización significativa del espacio y su celebración se explicita todavía más en dos de los dominios prioritarios de la actuación municipal. Uno es el de lo que es presentado como rehabilitación, destinada a la redención del espacio y al esponjamiento clarificador de un paisaje considerado como demasiado denso y opaco.

Tal inclinación monumentalizadora responde a la recuperación de elementos tradicionales que caracteriza la reacción antimoderna del diseño urbano y la arquitecturas posmodernas, que pasa en tantos sentidos por una denuncia de los excesos funcionalistas y por una nueva evaluación, en positivo, de los factores representacionales y simbólicos que, más allá de la dimensión puramente utilitaria, deben determinar la planificación de las ciudades. Esa óptica se tradujo en una nueva práctica urbanística que encontraba su centro no tanto en el objeto edificado como en el entorno con el que establecer una especie de pacto o diálogo en el plano de las significaciones, capaz de integrar toda nueva construcción en un orden perceptivo-mental sedimentado. La postura fue formalizada inicialmente, como se sabe, por Aldo Rossi y la Tendenza italiana, aunque con precedentes aislados en el Movimiento Moderno y su atención polémica hacia las llamadas "preexistencias ambientales" o los "contenedores arquitectónicos" aspectos de la obra de Le Corbusier, Van der Rohe, Johnson, Kahn, el grupo inglés de Wilson-Stirling, etc. .

La concreción de esta actitud recoge el papel de la menoría colectiva en la génesis y la evolución de los tejidos urbanos, susceptible de aferrarse, por así decirlo, a ciertos momentos concretos del paisaje de la ciudad. Se trataría entonces de lo que Bohigas designa como "elementos primarios", "aquellos en que la colectividad, en el transcurso histórico, parece haberse expresado con 'caracteres de permanencia': signos de la voluntad colectiva, puntos fijos de la dinámica urbana", que pueden explicarse "como receptores de las actividades fijas, o como componentes no estrictamente funcionales cuyo valor urbano está en su misma presencia expresiva, hasta como integradores a un nivel más psicológico de la imagen de la ciudad." Es desde ahí que el monumento puede definirse como "un elemento urbano de carácter permanente, cuya significación. Más que estrictamente funcional, asume un estado de espíritu colectivo que participa preponderan¬temente en el proceso morfológico de un área ciudadana" (Proceso y erótica del diseño, La Gaya Ciencia).

Tal voluntad pedagógica y de refuerzo de la identidad es uno de los vectores centrales de la política de ritualización del espacio urbano en que las autoridades públicas barcelonesas se encuentran comprometidas. En general, la dirección que toma la ordenación simbólica del medio ambiente urbano en Barcelona adopta como objetivo disminuir los dinteles de ruido semántico y funciona, como toda ritualización, en orden a desatascar el exceso de información que una ciudad siempre genera. Mucho más si se trata de una urbe como Barcelona, extremadamente sobrecodifi¬cada y escenario de mutaciones constantes, factores éstos que se añaden a la exuberancia perceptiva a que siempre ha tendido la tradición vernacular de las ciudades mediterráneas.

En esta labor a que se han entregado en los últimos años enfebrecidamente las autoridades políticas barcelonesas, consistente en una metaforización territorial destinada a proveer de sentimientos de identidad, es ostensible que juegan un papel fundamental las operaciones de dramatización espacial, sobre todo por lo que hace a la hipervaloración del testimonio arqueológico. Este último aspecto implica una cierta concesión a las formulaciones de identidad que bien podríamos llamar tradicionales, que obtienen sus fuentes de legitimización en un pasado histórico más o menos adaptado, del que se procura hacer proliferar las evocaciones. Es evidente que la nueva etnicidad barcelonesa no ha renunciado a los programas esencialistas con formas adaptadas a los axiomas estéticos del gusto posmoderno, es cierto , apoyados en la invocación constante de un pretérito del cual el ahora pretende mostrarse a un tiempo como prolongación y como proyección. Este recurrir a las esencias morfológicas y a estructuras mostradas como trascendentes queda reflejado en la multiplicación de lugares de memoria, puestas en valor de segmentos del territorio que tan útiles se han demostrado para la habitabilidad intelectual de cambios vertiginosos y desfigurado¬res, tanto culturales como tecnológicos y topográficos.

El Ayuntamiento de Barcelona es plenamente consciente de la importancia crucial de una política de lugares, o lo que es lo mismo de una política de la memoria. Intenta con ello hacerse con el dominio de aquellos mecanismos enunciadores mediante el que todo territorio puede ser pensado. Son esos los que acuerdan concederle a los lugares propiedades lógicas, entre las cuales se destaca la de una inalterabilidad más duradera que la de las palabras, los hechos o los actos a los que están asociados circunstancialmente. Se produce entonces una reificación de un determinado instante del espacio, que pasa a convertirse en un objeto dotado de plusvalía simbólica, punto de calidad que se puede pensar como el sitio en que la ideología o los sentimientos relativos a los valores sociales o personales se revelan. Esa fetichización es lo que hace del lugar un nudo, un lazo que permite resolver las fragmentaciones, las discontinuida¬des que el paso del tiempo le impone a la conciencia. El lugar se conduce así haciendo que el presente esté presente en el pasado y el pasado presente en el presente, integrando a uno y a otro en una clasificación de los objetos del paisaje que, en tanto que sistema, no puede ser sino sincrónico.

Se reconoce entonces que a los grupos y a los individuos el territorio sólo les puede pertenecer en base a esa tarea poética que consiste en localizar es decir dotar de memoria el cruce entre dos itinerarios y asignarle así a ese punto una significación. Lo urbano deviene entonces urdimbre de caminos e intersecciones infinitos, con los que cada sociedad interior y cada sujeto traza su propio mapa mental de la ciudad, que puede coincidir con los otros planos en sus puntos de referencia pero no en su organización. Ese ejercicio es aquél que el orden político hace por impostar, sobreponiendo sus propias producciones simbólicas a las que constantemente generan las multitudes urbanas, que penetran y colonizan el espacio urbano con innumerables memorias memorias. La ciudad se llena así de monumentos invisibles para quienes no los han erigido, perceptibles sólo desde la memoria personal o grupal, que los identifica y, haciéndolo, se identifica. 

Cada uno de sus lugares-reminiscencia es, a su manera y para quien en ellos ata el pasado y el presente, un suerte de centro que, a su vez, define espacios y fronteras más allá de los cuales otros hombres se definen como otros en relación a otros centros y a otros espacios. Es para vigilar y domesticar esa máquina de pensar en que deviene toda ciudad que el orden político procura imponer sus alternativas y, con tal fin, lleva a cabo una auténtica ocupación simbólica de la ciudad. Contra el murmullo de las calles y de las plazas, contra los emplazamientos efímeros y las trayectorias en filigrana, contra la infinita e inabarcable red latente que trazan las evocaciones multiplicadas de las microsociedades y los individuos que conforman la diversidad contradicto¬ria de la ciudad, el poder político ocupa la ciudad e intenta sobreponer, instituyendo sus propios nudos de sentido, la ilusión de su autoridad.