dilluns, 26 d’abril del 2021

Una vida privada privada de ser vida


La foto es de Todd Hiddo, uno de los artista de la muestra

Fragmento del artículo "La intimidad en crisis", incluido en el catálogo para la exposición Miradas impúdicas, Centre Cultural dela Fundació La Caixa, Barcelona, abril-junio 2000, Fundació La Caixa, Barcelona, 2000, pp. 22-31.

UNA VIDA PRIVADA PRIVADA DE SER VIDA
Manuel Delgado

¿Cuál es la situación actual de esa distribución de la experiencia de la vida en esas dos caras en principio contrapuestas que son lo público y lo privado? Hay que tener en cuenta que la delimitación clara entre esas dos esfera determina la posibilidad o no de una vida social basada en el disimulo y la impostación. De que cada cual pueda preservarse de los demás, cubrirse con una película protectora hecha de anonimato, depende el ejercicio de principios de convivencia democrática que se asientan en esa exaltación de la impersonalidad que es la ciudadanía. Hoy, el derecho a mantener una pequeña isla de coherencia en un océano todo él hecho de inconsistencias, está severamente cuestionado. Hasta ahora nuestra bulimia de informaciones sobre la vida privada de la gente se había saciado con las revistas del corazón, en las que ciertos famosos se prestan para que su vida privada sea sacrificada en aras de la curiosidad pública. A partir de la segunda mitad del siglo XIX se generalizan las representaciones pictóricas de lo que se imagina que puede suceder en el interior de los hogares. Desde esa misma época, la literatura realista no ha hecho sino hablar de ello. Es más, ha reducido todos los grandes asuntos filosóficos, políticos o morales a una cuestión que se podía plantear e incluso resolver en términos puramente psicológicos, y por tanto íntimos. Más adelante, el universo de las ficciones cinematográficas nos ha permitido ser testigos pasivos de la vida personal de personajes inventados, actuar como notarios de sus avatares sentimentales, compartir fragmentos de su vida familiar, asistir incluso de cerca a su actividad erótica.

Pero eso ya no parece bastar. Se quiere saber cada vez más lo que ocurre de veras dentro de las casas. Es cierto que las fronteras entre lo público y lo privado siempre fueron lábiles. El espacio público vió cómo se creaban en su seno burbujas de privacidad : los quicios, los bancos públicos, el interior de los coches, las mesas de los cafés... La difusión de la telefonía móvil nos permite ver a gente solitaria manteniendo conversaciones estrictamente personales entre la multitud. A cambio, no obstante, siempre hubo que tolerar un cierto grado de intromisión en la vida privada. Las ventanas fueron en cierto modo el símbolo de ese peaje de transparencia mínima que las familias debían pagar. Pero, ¿existen hoy rincones que sean del todo inaccesibles a los ojos y oídos de desconocidos? Esos ojos y oídos ya no son sólo los de la vieja comunidad, siempre dispuesta a recuperar su antiguo despotismo, sino que son sobre todo los de ese nuevo espacio público propiciado por los mass media, o los de un Estado que aspira a fiscalizar todos y cada uno de los recobecos de la vida personal de sus administrados.

Una sociedad que se pretendió un día moderna tiende cada vez más a traicionar ese espíritu inaugural que proclamó el derecho al secreto, que es lo mismo que decir el derecho a quitarse la máscara y el disfraz, a bajar la guardia. Se ha instaurado un colosal comercio de datos personales, al alcance de quién pueda pagarlos. Sofisticadas técnicas de control violan o están en condiciones de violar constantemente nuestra privacidad ; nuestro correo, nuestro teléfono, nuestros desplazamientos por Internet ya no son seguros. En paralelo, cosas que habían sido propias de la vida doméstica han sido paulatinamente exiliadas a los exteriores públicos. El dolor del cuerpo prefiere el refugio que le prestan los hospitales. Quienes acaban de dejarnos son expuestos lejos de la casa, en tanatorios asépticos que no recuerdan para nada una alcoba. El entrometido profesional que fuera un día el cura lo es ahora el psicólogo, el psicoanalista o el sexólogo, especialistas en intimidades presuntamente desordenadas. La economía doméstica hace tiempo que no tiene nada de doméstica y es controlada desde las entidades bancarias. Conductas que deberían corresponder al campo de lo reservado sirven para desacreditar a personajes destacados. En el otro extremo del espectro social, la retórica de la multiculturalidad le niega a miles de inmigrantes y personas etiquetadas como miembros de «minorías» el derecho a la privacidad, en nombre de un interés en el fondo estigmatizador por su «identidad». Para ellos no hay democracia, ni libertades civiles, puesto que son víctimas de lo que define por antomasia todo regimen autoritario : la indistinción entre público y privado.

Los medios de comunicación de masas han contribuido de manera estratégica a esa crisis generalizada de la privacidad. Se han puesto de moda programas de radio y televisión en que los asuntos más privados son ventilados de manera obscena. Los platós televisivos se convierten en teatros en los que personas ordinarias hablan de su intimidad ante millones de espectadores. La profusión de videos caseros y de cámaras de vigilancia ha hecho proliferar imágenes «impactantes» que muestran bien de cerca todo tipo de dramas y sufrimientos personales. Lo impúdico atrae. Por los canales por los que fluye la información circulan una multitud de sucios secretitos. Lejos de todo objetivo estético o intelectual, un nuevo género televisivo instaura cámaras en el interior de las viviendas para que un público morboso asista al espectáculo de la cotidianeidad ajena. Las noches aparecen atravesadas por basura radiofónica en la que hombres y mujeres airean lo inconfensable. El ojo de la cerradura se ha hecho mayúsculo para que una multitud inmensa pueda mirar por él lo que sucede dentro de las casas.

En cuanto al proyecto de hacer de la vida privada la otra cara de la supuesta deshumanización de lo público, tampoco se puede decir que se haya cumplido. Ha fracasado todo esfuerzo por hacer de los domicilios unidades hechas de calor, microcomunidades regidas por los afectos y la franqueza. Dentro de cada casa raras veces encuentra uno algo parecido al dulce hogar previsto, ese paraíso personal en que relajarse, ese reducto en que debía regir una norma ética superior. En los interiores hay casi siempre núcleos humanos en los que rigen los mismos principios que ordenan injustamente la sociedad en su conjunto. En realidad, para demasiada gente no hay retaguardia hacia la que replegarse : en casa uno encuentra el mismo infierno que deja atrás u otro peor. A veces da la impresión de que el espacio público vuelve a ser escenario para la huída o la rebelión, frente a un espacio privado en que reinan la arbitrariedad, el autoritarismo y en no pocas ocasiones la violencia.

En Miradas impúdicas personas, objetos y situaciones interiores migran del campo de lo personal, familiar, íntimo, particular, en una palabra de lo privado, al de lo mostrable a todos o a cualquiera, es decir al de lo público. Esa operación se brinda bajo el epígrafe de arte, con lo que se solemniza lo que estaba antes «a ras de suelo». Extraña forma de barajar las cartas, el producto de la cual es algo así como un malentendido, puesto que las domesticidades que vemos no son en sí mismas bellas o creativas. Tampoco está justificada su exhibición por criterios como los que rigen los reportajes de las revistas sentimentales sobre «el hogar de los famosos». Los protagonistas son aquí individuos completamente desconocidos y su vida doméstica se antoja deliberadamente insubstancial. Estas imágenes ni siquiera gozan del toque escandaloso que las haría «sensacionales» o «de impacto». Por su parte, las ficciones sobre lo que pasa dentro de las casas siempre se preocuparon de dar a contemplar lo elocuente, lo revelador de algo. Pero aquí..., aquí no hay nada. ¿Qué hay de interesante en la escopia que se propone? Todo es como si se nos quisiera hacer partícipes de una apoteosis sarcástica de lo irrelevante. Vehemencia expresiva de cosas abiertamente insignificantes ; minimalismo que no está en el arte, sino en la vida. El uso creativo de esas migajas de banalidad sirve para una ironía que, pasando por lo sublime del «arte», nos devuelve de hecho a lo real al pie de la letra. Lo que vemos es lo que cada visitante vería si pudiera acceder a la interioridad doméstica de los demás, o lo que los demás veríamos si se nos abriera el telón de la suya : nada, el vacío, el silencio, la incomunicación, quizás un montón de confidencias seguramente mezquinas... Nada de lo prometido.

La exposición traslada al plano de la creación estética la crisis y el naufragio de la intimidad. Ésta quiso ser el reducto de una verdad personal en que se invirtieran positivamente las miserias del mundanal ruido, pero no ha sido sino un pozo en el que los constreñimientos de la vida pública hallan un eco muchas veces ampliado. Lo interior no nos salva, porque en él vemos reproducirse los esquemas de dominación que rigen ahí fuera. Y su mediocridad. Lo íntimo pudo y debió haber sido también –y con ello hubiera bastado– un lugar en que escabullirse, el espacio para el secreto y el descanso, algo que recordase la guarida o la madriguera, o tan solo ese camerino en que nos preparamos para ejercer, más tarde, en la calle o en el trabajo, nuestro derecho a la ambigüedad y al camuflaje. Pero no contamos ya con ninguna garantía de que no somos observados por extraños, ávidos de nuestros pequeños misterios personales.

Ninguno de los objetivos de la invención moderna de lo íntimo ha sido alcanzado. Ni ha dejado de ser las más de las veces sino una mera reverberación de lo peor de lo público, ni se ha constituido en ese punto ciego para la mirada ajena. Malos tiempos éstos en los que la vida privada aparece cada vez más, ella también, privada de ser vida.