dilluns, 2 d’agost del 2021

Violencia e intercambio de males en Medellín

La foto es de Manuel Delgado

Fragmento de Violencia y ciudad. Sobre el intercambio de males en Medellín. En Ignasi de Solà-Morales y Xavier Costa, dirs. Presente y futuros : arquitectura en las ciudades, Barcelona: Comité d'Organització del Congrés UIA Barcelona 96, 1996, pp. 74-83.

Violencia e intercambio de males en Medellín
Manuel Delgado

la perspectiva estructural-funcionalista surgida del sociologismo de Durkheim -sobre todo a partir de sus correcciones : análisis de red, teorías del conflicto y de la acción como la microsociología de Simmel y las tendencias con ella emparentadas :interaccionismo simbólico, etnografía de la comunicación, etc.-, coinciden en que la violencia interior a una sociedad actúa a la manera de una modalidad de comunicación basada en el principio intercambiario, precisamente porque, por causa de su doble condición de signo y valor, el acto de agresión no puede existir para otra cosa que para ser transferido y circular. En efecto, la violencia no es nunca la potencia caótica e irracional que se supone, sino que -como lo demuestra la frecuencia con que se da ritualizada y sometida a protocolos- funciona igual que un lenguaje, cada una de cuyas unidades conductuales es un signo instalado en un sistema codificado, que se integra en mensajes dotados de sus correspondientes pares emisor-receptor. Por otra parte, afirmar que la acción violenta es un valor implica reconocer que constituye una modalidad de moneda para todos los usos, con la que se pagan o se cobran deudas.

Esto último, a su vez, podría ser puesto en relación con la institución cultural de la venganza, esto es, el canal que abren los individuos y los grupos sociales para permutar a través suyo ofensas y contraofensas. Las relaciones humanas no sólo se fundamentan en el intercambio continuo de prestaciones y dádivas, sino también en el no menos inevitable intercambio de agravios. Se intercambian bienes, pero también, por así decirlo, males. Toda afrenta infringida implica un débito pendiente -“me las pagarás todas juntas”, se dice-, cuya satisfacción puede aceptar como pago una equivalencia en esa moneda franca que es el daño físico. A su vez, como los objetos regalados, los insultos y las injusticias también parecen poseídas de una fuerza que obliga a su devolución, un espíritu que, a la manera del hau melanesio al que se refería Marcel Mauss en su Ensayo sobre el don, siempre quiere regresar allí de donde partió. Por ello, toda agresión destinada a hacer daño supone, de un modo u otro, un “ajuste de cuentas”, la regularización de una desigualdad en el juego de las reciprocidades. Con una peculiaridad, que es la que a veces hace tan difícil la cancelación de los circuitos por los que transitan las ofensas calculadas en valor-violencia :la devolución del ultraje-don siempre se hace con intereses. El daño se restituye con usura.

La ciudad deviene un escenario de privilegio en que verificar todos estos postulados, según los cuales, en definitiva, una teoría de la violencia no podría ser otra cosa que una variante de la teoría general de la comunicación. Porque es en esencia fluctuante y segmentaria, la violencia urbana se adapta perfectamente al carácter intrínsecamente turbulento y contradictorio de la ciudad como lo demuestra el cuidado con que se dota de escenificaciones festivas que recuerdan la disponibilidad de la fuerza como fórmula de interacción a la que recurrir en caso de peligro inminente de ruptura o de fusión excesiva. Frente a esa realidad que hace de la urbs una entidad hasta cierto punto anterior y resistente a lo político, que es sobre todo el resultado de la sociedad urbana sobre sí misma y que puede recurrir a la violencia como forma de cohesión, la polis intenta una y otra vez convertir la urbanización en politización, es decir en control centralizado sobre la confusión, la opacidad y los esquemas paradójicos que organizan la ciudad. Pero sucede que en sus intentos por imponerse como alternativa ventajosa a la violencia no puede confiar sólo en el autoritarismo. Para ser aceptado, el arbitraje político necesita generar o movilizar afectos identitarios específicamente ciudadanos, que disuadan a los sectores enfrentados de comunicarse mediante la violencia o que les convenzan de restringir su voluntad de luchar al campo de los simulacros incruentos, como los que implican la fiesta o la competición deportiva.

En el Medellín de ahora mismo puede verificarse cómo la violencia tiende a construir mallas suplementarias en los espacios en que la red de las socialidades aparece cortocircuitada y ni las instituciones políticas ni un “espíritu cívico” aparecen capaces de garantizar el tránsito entre las instancias que se han mostrado incompatibles, sean intereses económicos, etnias, clases, fracciones políticas o religiosas, familias o individuos. Esa sería la función central de los conductos invisibles por los que fluctúa la violencia : mantener al mismo tiempo unidos y separados multitud de subgrupos oscilantes y efímeros, así como segmentos corporativos autosuficientes, en un marco que repite en la ciudad el mismo esquema de vinculación débil que conocían las sociedades segmentarias y de linajes :inconexión entre fragmentos, plurijerarquización, ausencia o inoperancia del poder político centralizado, etcc. Tal mecanismo quedó perfectamente resumido por Claude Lefort, en un comentario sobre la conclusión del ya mencionado Ensayo sobre el don, de Marcel Mauss: “La comunión humana presentido es proclamada con frenesí ; por poco que una amenaza aparezca, sólo la matanza puede evitar el fracaso (Lefort, 1988 :26).

A un nivel menor, todas las ciudades registrarían esa violencia intersicial que en Medellín conoce su exaltación y que lleva a cabo la labor de asegurar la buena conducción entre los componentes de la sociedad, sólo que el intercambio de daño lesivo entre segmentos sociales mal ajustados no está lo bastante generalizado como para que los medios de comunicación puedan imaginarlo como otra cosa que periférico, parte de una melodramática zona oscura de la ciudad. Eso es así gracias tanto a que no existe un amplio desacato de las prerrogativas del poder político sobre la fuerza física, al tiempo que un adecuado control sobre los medios de producción del significado ha logrado imbuir a los ciudadanos de aquel espíritu cívico del que depende que la elección de las formas no gubernamentales de consenso se incline, en gran medida al menos, en favor de las pacíficas. Se llega así a una conclusión : no puede ser tan sólo la reclamación estatal del monopolio sobre la fuerza lo que resuelva y ocupe el lugar del intercambio de violencia. La represión policial y militar en marcos urbanos se ha demostrado más como una contribución positiva al circuito de agravios y desagravios lesivos que como su solución, y eso es así porque el Estado acaba actuando como uno más de los segmentos que basan su asociación en el infringimiento mutuo de daños. Más bien es el sentimiento de adscripción identitaria, la comunidad ni que sea parcial de conciencias o, como ahora se prefiere, de experiencias, lo único que puede ocupar con verdadera eficiencia esos mismos canales que había abierto y por los que antes circulaba la venganza.

Lo que hasta aquí se ha razonado tiene como objetivo contribuir a una reconsideración de la violencia, entendida no como una entidad abstracta que, extraña al orden social, irrumpe inopinadamente en su seno para destruirlo, sino, al contrario, como un recurso cultural disponible que, en determinados casos, pueda justamente hacer lo contrario, es decir, crear sociedad. La violencia entonces no es ya el “problema” que se supone, sino una solución. Y una solución a la que se recurrirá siempre que la comunidad que la usa -y la sufre- no encuentre alternativas que hagan lo que ella hace : al mismo tiempo, unir y mantener separados los segmentos incompatibles o antagónico copresentes en una misma sociedad. En el caso de Medellín, sus ciudadanos viven con horror una evidencia : la de que la violencia no siempre destruye las ciudades. A veces puede ser su requisito.