diumenge, 21 d’abril del 2024

Sobre la relación entre psiquiatría y antropología

La foto es de Yanidel

Consideraciones para Jordi Rabadán, enviadas en diciembre de 2011

SOBRE LA RELACIÓN ENTRE PSIQUIATRÍA Y ANTROPOLOGÍA
Manuel Delgado

Por supuesto que existe una amplia tradición de vínculos entre psiquiatría y antropología. Dejando de lado toda la escuela de cultura y personalidad, orientada desde una cierta apropiación culturalista del psicoanálisis, la etnopsiquiatría tiene una dilatada historia, en la que permíteme destacar la figura emblemática de Georges Devereux. Mírate, por ejemplo, sus Ensayos de etnopsiquiatría general (Barral) y sobre todo un libro para mi interesantísimo, acerca del papel estratégico que pueden jugar las propias neuras en el trabajo de campo de los antropólogos: De la ansiedad al método en las ciencias del comportamiento (Siglo XXI).

De hecho, bien cerca, en la Universitat Rovira i Virgili, en Tarragona, tienes a dos colegas que han trabajado a fondo esta cuestión. Por un lado tienes a Josep  María Comelles, una referencia a nivel internacional en este campo. Te remito a lo último que ha publicado: Stultifera Navis. La locura, el poder y la ciudad (Milenio), un libro sobre el hospital psiquiátrico de Sant Pau, hoy desaparecido, que tiene su “versión” en video: http://vimeo.com/7027302El otro compañero al que te aludía es Ángel Martínez, que trabaja ese mismo ámbito que te interesa. Te recomiendo ¿Has visto como llora un cerezo. Pasos hacia una antropología de la esquizofrenía? (Universitat de Barcelona).

Te diré más. No sólo hay antropólogos bien cerca que están trabajando esta visión alternativa sobre los procesos de estigmatización y confinamiento que afectan a las personas diagnósticadas, sino que es un antropólogo, Martín Correa, miembro conmigo de la Junta Directiva de l’ICA, que ha sido el animador de la experiencia de Radio Nikosia, una versión catalana de la Cucufata argentina realmente interesante, que puedes seguir en Radio Contrabanda y de la que contamos con un testimonio en forma de libro. Tienen una página muy maja en internet:  http://radionikosia.org/ y un libro Radio Nikosia. Voces desde la locura (Gedisa). Fíjate si tendremos una vinculación estrecha con este proyecto, que la inauguración del curso del ICA de hace un par de años la hicieron esta gente. Martín Correa hizo justamente su tesis sobre el tema. La dirigió Ángel Martínez y se leyó hace poco en la Rovira i Virgili. Se titulaba Radio Nikosia: La rebelión de los saberes profanos (otras prácticas, otros territorios para la locura). Me cupo el honor de estar en su tribunal y de contribuir a la obtención un merecidísimo Cum Laude.

En cuanto a lo que apuntas, llevas toda la razón. Si quieres verlo confirmado más argumentalmente, mírate el libro de Carlota Gallén sobre los borderlines o “deficientes intelectuales”. Se titula Els limits de la normalitat (Edicions de 1984). Allí verás desarrollado tu propia intuición, esto es cómo la anormalidad es la consecuencia de un artefacto denominador, en el sentido en que nos centramos en clase hace algunas semanas. Ese mecanismo funciona todo distribuyendo denominaciones de origen que, siendo en realidad atributos denegatorios, siempre se presentan como si de alguna manera fueran calificativos naturales.

En efecto, todo nombre implica una nomenclatura, y toda nomenclatura implica una cierta localización social. Por tanto, el hecho de recibir de los demás una identidad supone la adjudicación de un puesto específico en el mundo.  Recuerda lo que llegué a insistir en ello en clase: no es que clasificamos objetos reales que no están clasificados, sino que reconocemos los objetos de la realidad a partir de la organización taxonómica a la que hemos sometido previamente esta realidad. La diferencia que alternitza una persona o un grupo social, que de ellos hace objeto de exclusión, marginación, discriminación, segregación o estigma, no es antes, sino después de la diferenciación que, presumiendo de encontrarla, ha sido ella quien lo ha generado. Los sistemas de clasificación son, por esta causa, instrumentos cognitivos, es cierto, pero sobre todo son instrumentos de poder y de control. Esto es válido también -quizás especialmente- en cuanto a las clasificaciones que se muestran como “científicas”, en este caso las provistas por la psiquiatría.

El caso que estudia Gallén de los “borderline” o personas con inteligencia límite es de lo más emblemático. El llamado “límite” está situado por los sistemas de medición «científica» de la inteligencia en una zona intermedia. Las definiciones, siempre a partir del cálculo de la cantidad de inteligencia obtenidos por el correspondiente test de coeficiencia intelectual, el CI, son variables. La raya que ha separado el retraso mental del retraso intelectual ha oscilado entre CI de 70, de 80, de 85, incluso de 90. El test de Binet-Simon, el clásico, arrancaba con una categorización del débil mental profundo como aquel  que presentaba un coeficiente de entre 70 y 90, mientras que los situados entre 90 y 100 figuraban como víctimas de debilidad ligera. Hasta el 1959, el coeficiente de corte entre la normalidad y la discapacidad psíquica era 70, lo que convertía a un 2,5 % de la población en casi impedida mental. A partir de la publicación ese año del Manual on Terminology and Classification, de Rick Heber, de 1961, y siguiendo su propuesta clasificatoria, se instaura la conversión en discapacitados mentales de todos aquellos que ofrezcan un CI más abajo de 85, lo que abarcaba cerca de un 17 % de la población estadounidense. A partir de ahí, se observaba que las personas que mostraban entre un 70 y un 85 de CI tenían una serie de características que los diferenciaban tanto de los considerados plenamente normales como los propiamente “retrasados”. A ellos, se les asignó la etiqueta borderline intelligence, o sea: personas con inteligencia límite. La clasificación de la American Association on Medical Retardation (AAMR) en los años 60 consideraba que la inteligencia límite se identificaba con el coeficiente entre el 70 y 80, según la escala de Binet, y entre el 70 y 85 según la de Wechsler. A nivel estatal, la Dirección General de Sanidad del Ministerio de Sanidad y el Ministerio de Educación se orientaron durante mucho tiempo por este principio de inclusión. Siguiendo el mismo principio, la Organización Mundial de la Salud (OMS) postuló durante muchos años la existencia de un nivel IV de retraso mental, el “ligero”, para el resultado de una evaluación de CI de entre 70 y 85.

Todo esto cambia en 1973. Dada la evidencia de que muchas personas pertenecientes a grupos sociales minorizados formalmente por su adscripción étnica-las mal llamadas "minorías étnicas" de las que hablamos en clase, y otros grupos sociales desfavorecidos obtenían coeficientes que los colocaban del lado del retraso mental, se optó por devolver la línea divisoria entre normal y anormal en el CI 70. Desde ese momento, la categoría borderline deja de ser aceptada y no aparece oficialmente en ningún catálogo de diagnóstico y tratamiento de la discapacidad mental. De hecho, es toda la concepción de en qué consiste el retrasado mental lo que se modifica. Se entiende que no es el CI obtenido lo que debe ser considerado y lo que debe nutrir una clasificación, sino las necesidades específicas de cada persona. Los individuos con dificultades pasan a ser considerados no en función de qué son, sino de qué cuidados complementarios necesitan para ejercer plenamente la ciudadanía. Ya no se clasifican personas, sino demandas personales de personas en una situación de partida desventajosa. El manual de la American Psychiatric Association de 1992 hace suya esta aproximación a la problemática del retraso mental, donde la figura del borderline sencillamente no está.

Y ahí llegamos al manual más utilizado actualmente, el DSM-IV, que continúa estableciendo clasificaciones relativas al retraso mental, sólo que ahora habla de capacidad intelectual límite en otros términos muy diferentes de los propuestos por la clasificación de Heber. Dice, en concreto, que la categoría borderline "puede utilizarse cuando la demanda de ayuda o el tratamiento se relacionan con una capacidad intelectual en los límites de la normalidad (es decir, un CI de entre 71 y 84 )”.

A pesar de estos cuestionamientos, la normativa que regulaba en España las prestaciones y los servicios para las personas consideradas con discapacidad hasta el final de 1999, la Orden de 9 de marzo de 1984, define la deficiencia mental límite como la que corresponde a personas con un CI de entre 70 y 80, con lo cual se seguía manteniendo el criterio de usar el CI de 70 como el punto de corte que separaba la deficiencia mental ligera -entre 51 y 69- y una normalidad, eso sí, convenientemente relativizada. La nueva regulación de la discapacidad, aprobada en diciembre de 1999 -el Real Decreto 1977/99, de Procedimiento para el reconocimiento, declaraciones y cualificacion del Grado de minusvalía- establece criterios más afines a los de la AAMR-92, aunque sigue asignando el mismo lugar clasificatorio para las personas con capacidad intelectual límite o borderline, con CI de entre 70 y 80.

Esta nueva normativa mantiene la evidencia de que, cualquiera que sea la cinta métrica y la forma de clasificar empleadas, debería estremecernos pensar fríamente la mecánica que somete a unos seres humanos a una especie de estado de excepción. Todo puede depender de obtener un 84 de cociente de inteligencia, y no un 85, para que un manual como el DSM-IV haga de ti un borderline, y no una persona «normal», del mismo modo que un 70, y no un 71,  te hace descender a la condición irrevocable de retrasado mental.

Como ves, las definiciones de borderline son confusas y no gozan de ningún criterio que las unifique más allá de la cuantificación intelectual. En cualquier caso, la distancia que separa el retraso mental de la inteligencia límite es del todo arbitraria y cambia en función del catálogo de anomalías consultado. Los procurados por ciertas instancias estuvieron incorporando los límites en la categoría de los retrasados ​​mentales: la OMS, a través del ICD-8, la AAMR, hasta 1973, y el DSM-II. Revisiones ulteriores de los mismos manuales deponían los límites del capítulo de los retrasos mentales: los ICD-9 y 10, los DSM-III y IV y la AAMR desde 1993.

Los problemas que ha de sufrir un borderline son de orden adaptativo y son las mismas que deben sufrir quienes, según el DSM-IV, son deficientes mentales, o sea: limitaciones significativas en al menos dos de las siguientes áreas de habilidades: comunicación, cuidado de sí mismo, vida doméstica, habilidades sociales / interpersonales, utilización de recursos comunitarios, autocontrol, habilidades académicas funcionales, trabajo, ocio, salud y seguridad.

Dentro de la esfera legal nos encontramos ante una incapacitación no reconocida oficialmente como tal, y no se les reconocen como destinatarios de atenciones especiales ni de ventajas sociales de ningún tipo. No resultan distinguibles del resto de la gente. Son personas que reciben la consideración de masa pusilánimes, perezosas, lentas, inmaduras, irresponsables, infantiles, agresivas, chapuceras, un poco tontos ... De hecho, ni siquiera es adecuado hablar de un síndrome específico y la medicina sólo los reconoce y los trata como un problema derivado o asociado a diferentes patologías que sí gozan de criterios de valoración específicos y establecidos claramente. Casi todos los manuales de defectología mental hacen suyo el criterio emitido por la OMS, a propósito de que los límites no deben ser categorizados como deficientes mentales, pero, al mismo tiempo, no dejan nunca de incluirlos en sus inventarios de minusvalías mentales. No lo son, pero están ahí.

Es un ejemplo. Por cierto, si te interesan los usos perversos del DSM te recomiendo un artículo de quien ya te he mencionado, mi buen amigo Ángel Martínez Hernaéz, «Anatomía de una ilusión. El DSM-IVB y la biologización de la cultura», en E. Perdiguero y J. M. Comelles (eds.), Medicina y cultura. Estudios entre la antropología y la medicina, Bellaterra, Barcelona, 2000, pp. 249-275.