dimecres, 30 de desembre del 2020

El mundo como solar abandonado de dioses y de humanos que ya no están entre nosotros


La foto es de Matt Pierce

Mensaje enviado en agosto de 2016 a los/as colegas del Observatori Antropològic del Conflicte Urbà a propósito de los vacíos urbanos.

EL MUNDO COMO SOLAR ABANDONADO DE DIOSES Y DE HUMANOS QUE YA NO ESTÁN ENTRE NOSOTROS
Manuel Delgado

Muchas felicidades por la discusión que tenéis a propósito del concepto que habéis colocado en el centro de la propuesta para el congreso de la FAAEE. Ciertamente que la noción de “vacío urbano” es bien suculenta y a uno le apetece de veras lanzarse a discutirla. En cualquier caso dejar que haga una aportación o, mejor dos.

Lo que me parece muy bien es que hayáis reconocido en vuestra propuesta ese valor teórico que en su día acuñara un arquitecto amigo y maestro no solo de arquitectos, sino también de todos aquellos que tuvimos el placer de conocerlo. Me refiero a Ignasi de Solà-Morales, alguien que advierte de cómo somos de injustos cuando subsumimos a todos los arquitectos en el modelo de arquitecto-estrella que hemos tenido que padecer en Barcelona durante los años en que les fue posible convertir nuestra ciudad en juguete para su arrogancia. Ignasi fue todo lo contrario y me pesó enormemente conocer su prematura muerte hace no mucho, en el 2001. Fue él quién me invitó a contribuir a varios cursos del máster que dirigía con Xavier Costa en el CCCB -Metròpolis, se llamaba- y me concedió el privilegio de intervenir en el XIX Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos, en Barcelona, en 1996.

Esta evocación del XIX Congreso de la UIA no es sólo un homenaje sentimental a Ignasi, sino una forma de conectar con el concepto del que os hablaba, y que es el de terrain vague, que luego retomaría otro autor del que os hacéis eco, Yves Levesque. Lo digo porque Ignasi, que era el comisario del congreso, organizó toda su estructura a partir de una división conceptual inspirada en las mesetas que, tomadas de Gregory Bateson, Deleuze y Guattari colocaron en uno de los ejes de su filosofía. Él, Ignasi, ingentó una especie de urbanismo alternativo -”nómada”, lo llamaba- asentado en cinco mesetas, que luego aparecieron como los cinco grandes apartados temáticos del congreso: "mutaciones", "flujos", "habitaciones", "contenedores" y "terrain vague". Cuando hablaba de terraines vagues se refería a áreas abandonadas, consideradas obsoletas y que estaban siendo codiciadas por las grandes dinámicas de terciarización, pero en los que Ignasi veía auténticos agujeros en la realidad que podían devenir puertas de escape hacia la deserción, pero también espacios alternativos de libertad y anonimato.

En la conferencia que presenté en Pamplona en un simposio sobre la No Ciudad en el 2004 que montaba Félix de Azúa, y que luego integré como uno de los capítulos de Sociedades movedizas Creo que os mandé ese texto por si os servía. Alli lo que hice fue reconocer como ese término de terrain vague merecía ser aplicado a solares, descampados, tanto en periferías exteriores como interiores, es decir esos intermedios territoriales olvidados por la intervención o a su espera. Son lugares amnésicos que encarnan bien una representación física inmejorable del vacío como absoluta disponibilidad. Dejadme que os cite a Ignasi, tomando un párrafo de su texto para el catálogo del congreso, que publicó el CCCB y el Col·legi d’Arquitectes de Catalunya, en concreto en la página 21 de su edición catalana: “En estas condiciones detectamos un interés creciente, casi una pasión, por aquellas situaciones de la ciudad que genéricamente denominamos con la expresión francesa terrain vague. “Terreny erm”, vacío, en catalán, o waste land, en inglés, son expresiones que no traducen con toda su riqueza la expresión francesa. Porque, tanto la noción de terrain como la de vague contienen una ambigüedad y una multiplicidad de significados que hacen de esta expresión un término especialmente útil a la hora de designar la categoría urbana y arquitectónica con la que podemos acercarnos a los lugares, territorios o edificios que participan de una doble condición: por un lado, vague en el sentido de vacante, vacio, libre de actividad, improductivo y, en muchos casos, obsoleto; por el otro, vague en el sentido de impreciso, indefinido, vago, sin límites determinados, sin ningún horizonte futuro”.

En lo de Pamplona escribía que en ese territorio residual no hay nada: ni pasado, ni futuro, nada que no sea el presente, hecho diagrama, de quienes lo cruzan. Esas zonas no domesticadas y pasionales parecen conectarse entre si a través de senderos que han trazado los propios caminantes y que permiten, como escribe Francesco Careri -a quien por cierto conocí por casualidad en la barra de bar de un centro social okupado en Sagrada Familia (el mundo es un pañuelo)- presentar “la ciudad como un espacio del estar atravesado por todas partes por los territorios del andar” (Walkscapes, Gustavo Gili). En aquel texto también hacía referencia a Robert Smithson, un artista que también encontró en esos espacios desolados y en descomposición, una fuente de inspiración y de lucidez. Su earthwork, “Passaic River”, de 1967, trata de una excursión a los alrededores marginales de su ciudad, Passaic, Nueva Jersey. A esa región disgregada, “panorama cero”, la llama no en vano non-site. La obra es una pieza interminable, hecha con los objetos obtenidos en el viaje, las fotografías, los vídeos, los mapas, las anotaciones del artista, pero también de quienes acudieron a su invitación de llevar a cabo idéntico desplazamiento a ese lugar sin lugar, para gozar de sus extraños monumentos. Tenemos una cosa suya accesible: El paisaje entrópico, publicado por el IVAM.

Y no os olvidéis de quién mejor entendió el valor del descampado o del solar en un sentido como el que proponéis fue Pier Paolo Pasolini, en esas comarcas sin nada a las que hacía jugar un papel tan importante en films drigidos –Accatone, Mamma Roma...– o guionizados –Las noches de Cabiria, de Fellini– por él. Por allí deambulaban personajes siempre extraños y ambiguos, generando caminos y atajos por los que tenían lugar todo tipo de actividades clandestinas, amores sórdidos o geniales y los crímenes más atroces, entre ellos –no se olvide– el suyo propio. El cuerpo de Pasolini apareció asesinado el 2 de noviembre de 1975, en un paraje abandonado a unas decenas de metros de la playa de Ostia, en un escenario idéntico al que él mismo había descrito en su novela Una vida violenta. La referencia a la secuencia de la peregrinación en moto de Nani Moretti en Caro diario es inevitable. Yo la pondría en la inauguración de vuestro simposio.

Bueno, perdonadme, pero me apetecía tomar esta interesante discusión vuestra como una excusa para rendirle homenaje a Ignasi de Solà-Morales. Seguro que lo hubiéramos tenido de nuestro lado. La verdad es que me siento muy orgulloso de que contara conmigo para alguna de las cosas que hizo. Ignasi aprovechó todas las oportunidades que tuvo para convocar a su alrededor a personas que habían trabajado el asunto de la producción y el uso de entornos construidos desde las ciencias humanas y sociales, y lo hizo no sólo para desvelar sus claves sociológicas, filosóficas o culturales, ni tampoco por cultivar una cierta promiscuidad interdisciplinar. Nos llamó porqué estaba convencido de que lo que a él le preocupaba se resolvía de algún modo también en otro sitio, más allá de los límites de una especulación teórica a propósito de la arquitectura que, como su objeto mismo, podía percibirse como a punto de agotarse. Estaba claro que Ignasi esperaba de las humanidades no tanto una guía como un espacio vacante, una disponibilidad para admitir entre ellas a una crítica arquitéctonica capaz de colocarse antes o más allá del proyecto, para, desde allí –una vez devenida una ciencia humana más–, como escribía en la presentación del catálogo del congreso del 96, “oponerse de palabra y de obra, a los procesos de cambio vistos sobre todo como procesos disgregadores, deshumanizadores, alienadores”.

No en vano, entre los asuntos en que se concretó esa doble preocupación de Ignasi por el fracaso de arquitectura como ilusión –en el doble sentido de esperanza y espejismo– y por la dificultad arquitectural por aprehender lo inconstante, destacó el del proceso de construcción física y simbólica de Barcelona, en el marco de la especificidad de las dinámicas modernizadoras que afectan la Catalunya contemporánea y su expresión arquitectónica y urbanística. Uno de sus textos de referencia –Eclecticismo y vanguardia (Gustavo Gili, 1980)– estaba consagrado precisamente a hacer la historia de esa frustración crónica de las grandes confianzas históricas de y en la arquitectura, truncadas o domesticadas por el empecinamiento de un realidad determinada por el interés de ciertas minorías y los esfuerzos en pos de la conformidad de las mayorías. Aquel libro iba repasando los diferentes momentos en que se hacía palpable la inviabilidad de la arquitectura tanto como vanguardia creativa como en tanto que servicio público, ante el triunfo final de los imperativos de las retóricas espaciales para el dominio político y de la concepción capitalista de la ciudad como entidad territorial jerarquizada y sometida a las leyes del beneficio privado.

Eclecticismo y vanguardia es un libro que apareció publicado en un momento en que las circunstancias históricas asociadas a la llamada “transición democrática” abrían un campo de expectativas inéditas en casi todo, entre otras cosas en la posibilidad de organizar una ciudad como Barcelona a partir de principios alternativos a los hasta entonces hegemónicos, que se esperaba que implicarían por fin la realización de proyectos arquitectónicos y urbanísticos orientados desde el punto de encuentro entre creatividad formal e interés público. Se trataba de ejecutar, de una vez por todas, el “carácter colectivo de la arquitectura” y “la formulación cívica y política del problema de la arquitectura contemporánea” (p. 209). En paralelo, Ignasi hacía el elogio de una práctica que, en aquel momento, y “frente a las abundantes dosis de utopismo de otras corrientes contemporáneas”, apostaba “por las soluciones concretas a problemas concretos, por la ausencia de teorización explícita y por un cierto desinterés por la generalización de sus aportaciones” (p. 206). Todo ello en términos preferentemente minimalistas, con un cierto placer por un papel de algún modo marginal, puesto que, cuando se es “llamado a actuar minúsculamente en intrascendentes cuestiones, pueden producirse obras de una poesía pocas veces alcanzada en la arquitectura contemporánea” (p. 214). Era esa percepción donde Ignasi ubicaba la última posibilidad para una vanguardia recurrentemente fracasada, que podía, por esa vía de lo concreto y de lo modesto, y a partir de “de una arquitectura lúcidamente consciente de la crisis de su capacidad para ser llamada a mayores tareas” (p. 214), dar con ese misterio que oculta lo esencial en lo contingente.

Parece obvio que Ignasi no tenía ningún motivo para abandonar este mundo con la sensación de que las pálidas ilusiones apuntadas en el último capítulo de su Eclecticismo y vanguardia se hubieran visto confirmadas. De hecho, Diferencias (Gustavo Gili, 1996) –su testamento involuntario– era un alegato irrevocable contra el optimismo en arquitectura y resulta, sin duda, de una experiencia negativa de los procesos de generación de ciudad en el mundo contemporánea y, en particular, los que la propia Barcelona estaba –y está– conociendo. Es cierto que el final de Eclecticismo y vanguardia recogía un cierto escepticismo sobre la posibilidad de que la arquitectura catalana superara un contexto dominado despóticamente por el pragmatismo ecléctico y reclamaba el derecho a encontrar en la contradicción, la ineficacia y el desencanto las fuentes para una cierta poética personal. Pero, con todo, se levantaba acta de una nueva posibilidad de superar la fragmentación y el subterfugio y desarrollar proyectos coordinados y globales de ciudad. Más de veinte años después de publicada la obra, con lo que uno se encontraba era con un panorama que se parecía demasiado a aquel que Ignasi de Solà-Morales constató configurando la historia de las relaciones entre arquitectura y sociedad urbana en Barcelona, a lo largo de un proceso de modernización que parece no haber concluido todavía y que se desarrolla hoy con una clara tendencia inercial a repetir los mismos esquemas de actuación y los mismos discursos de legitimación simbólica.

Contémplese el contexto que Ignasi describía en Ecleticismo y vanguardia o en otros trabajos suyos a propósito de las relaciones entre arquitectura y proceso de modernización en Catalunya (por ejemplo, “Los locos arquitectos de una ciudad soñada”, en A. Sánchez, ed., Barcelona, 1888-1929, Alianza) y el que la Barcelona de principios del siglo XXI está conociendo, apoteosis de ese regreso simultáneo de los postulados monumentalistas y grandilocuentes de la arquitectura de finales del XIX y de la arrogancia proyectadora del racionalismo. 

A lo largo de un siglo hemos visto lo mismo, a distintos niveles de intensidad, que Ignasi supo poner de manifiesto como las inercias en la relación entre los poderes y lo urbano en Barcelona: el orden político como teatralidad barroca, que extrae legitimidad de su autoexhibición permanente; la ininterrumpida usurpación capitalista de la ciudad, expresada, como siempre, en clave de especulación masiva, terciarización, puesta al servicio de los requerimientos de la técnica y del mercado; el desdén por solucionar –hoy ni siquiera al menos aliviar– el crónico problema de la vivienda; la obsesión por colonizar de una vez por todas los barrios enmarañados que se resistían al deber de la transparencia; una arquitectura cada vez más espectacularizada, ansiosa de impactos visuales fáciles, que ama por encima de todo lo banal; un dirigismo absolutista hacia las prácticas reales de los ciudadanos, a las que se querría ver plenamente monitorizadas y fiscalizadas y cuya espontaneidad se contempla como un peligro a batir; la arquitecturización sistemática de todo el espacio público y el proyecto por convertir a sus usuarios en consumidores; la tematización de la ciudad, la proliferación de los simulacros, la festivalización del tiempo urbano; Barcelona: más proyecto de mercado que proyecto de convivencia.

Después de Ignasi fue más cierto que antes lo que él mismo escribió sobre la arquitectura (Diferencias, p. 11): “Testimonio de una emigración..., solar abandonado de dioses y hombres que ya no están más entre nosotros”.