diumenge, 3 de maig del 2020

La protección del espectador

Carlos Arruza
Comentario para los estudiantes de Antropología Religiosa de la UB el 29 de julio de 1910, con motivo de la aprobación de la ley 28/10 que abolía la fiesta de los toros en Catalunya.

La protección del espectador
Manuel Delgado

Interesantes los debates públicos que han precedido la aprobación ayer de la Ley 9/10 prohibiendo las corridas de toros en Catalunya. Al margen del juicio que nos merezca la medida sobre lo que os pido que os fijéis es sobre los argumentos que se han empleado por parte de la mayoría de testimonios abolicionistas que se han presentado en el Parlament. Que los partidarios de la prohibición cataran ayer su victoria gritado “¡evolución!, ¡evolución!” merece subrayarse, porque remite a lo que procuré expliqué al principio de curso sobre las premisas del evolucionismo lineal de finales del siglo XIX -Tylor, Frazer, Morgan, Lubbock...- sobre todo sobre el principio de la superioridad cultural de la "civilización occidental", entendida como pleonasmo, puesto que solo la occidental era civilización. Todo lo demás eran expresiones -internas o externas- de inferioridad y atraso. Ese fue el gran argumento moral de la expansión colonial europea en aquel momento.

Como habréis visto, esa ha sido la clave constante del argumento abolicionista: proclamar la urgencia de que Catalunya se aparte de prácticas culturales considerables como “salvajes” o propias de “pueblos incivilizados”, argumento inequívocamente supremacista y racista que da a entender que en algún sitio existen pueblos incivilizados. Y, lo siento mucho, pero, aunque no se explicitara, por ahí rondaba la presunción de que el "pueblo catalán" es más civilizado que otros con los que comparte Estado.

Los motivos que se han aducido para actuar represivamente contra las fiestas taurinas en España han sido casi siempre los mismos en los dos últimos siglos, y siempre han tenido que ver con el proyecto de construcción de un Estado moderno y con la pretensión de homologar la vida cultural de los españoles o, en este caso, de los catalanes, con lo que se ha dado en llamar la “moral civilizada”. Por ello, se ha insistido siempre en señalar la manera como este tipo de actuaciones aparecían frontalmente opuestas a la manera como la modernidad propiciaba la “protección de los animales”, en el sentido de eliminar la manipulación pública de bestias con fines rituales, que contrariaba la tendencia burguesa a clandestinizar la muerte animal -como una variante de la negación moderna de la muerte en general-, así como cualquier principio relativo a las ideas de utilitarismo en las que se basaba la moral capitalista, lo que implicaba una descalificación de la muerte ritual como inútil y gratuita. Ese tipo de fobia moderna a la visión del sufrimiento y la muerte -que no a su infringimiento industrial a millones de seres vivos, y no sólo animales- es la que se tradujo en Catalunya, de la mano de la ley 3/88, a la matança del porc y hoy afecta al sacrificio del cordero entre los musulmanes que viven en Catalunya. Se puede matar, torturar, maltratar en masa. Lo que no se puede es ver.


En otras palabras, a quien protegen las normativas y leyes antitaurinas o en defensa de los animales en general no es al animal que muere, sino al espectador, al que se protege de la visión de una crueldad que se produce en otro sitios y mucho más masivamente ¬–de los mataderos y laboratorios al exterminio de especies enteras al servicio de la caza turística o la deforestación-, pero fuera del escándalo de su contemplación. Sería interesante que se echase un vistazo a ese origen de las prohibiciones europeas en el XIX contra la exhibición pública de la muerte animal. Si os interesa, buscad los trabajos de Valentin Pelosse en “Imaginaire social et protection de l’animal. Des amis de bêtes de l’an X au legislateur de 1850" , en L’Homme, XXI/(4 (1981), pp. 5-33 y XXII/1 (1982), pp. 33-51, y en Macel Agulhon, "La sang des bêtes. Le problème de la protection des animaux en France au XIXe. Siècle”, en Romantisme, 31 (1981).