dimarts, 24 d’abril del 2018

Abuso y mentira

Manifestación de V de Vivienda en Madrid en julio de 2006

Prólogo de El vicio del ladrillo, Lluis Pellicer (Catarata, 2014)

ABUSO Y MENTIRA
Manuel Delgado


¿Cómo fue posible aquello? ¿Cómo fue posible que aparentemente casi nadie se diera cuenta de lo que estaba pasando y de lo que iba a pasar, o no lo dijera? Lo que a continuación este libro nos desgrana —con una meticulosidad exhaustiva en lo que hace a nombres, fechas, porcentajes, cifras...— es un colosal estafa al conjunto de la sociedad que permitió el enriquecimiento abusivo de los sectores más inmorales de un sistema económico ya de por si carente de escrúpulos como es el capitalismo financiero. Pero, ¿cómo fue que un proceso tan escandaloso de acumulación siempre ilegitima y no pocas veces ilegal de beneficios pudiera estar desarrollándose protegido por el silencio de los grandes medios de comunicación  y bajo el patrocinio, cuando no la complicidad activa, de las más respetables y presuntamente democráticas instituciones políticas.

Recuerdo como si fuera ahora la presentación en Barcelona de un libro cuyo título era ya de por sí elocuente: El cielo está enladrillado. Entre el mobing y la violencia urbanística e inmobiliaria, publicado y distribuido gratuitamente por la Editorial Bellaterra. Fue en el Colegio de Arquitectos, un 5 de mayo de 2006. El volumen lo había preparado el Taller contra la Violencia Urbanística e Inmobiliaria. Quien presidia la mesa era alguien a quien entonces nadie conocía: Ada Colau. Era el momento álgido de un delirio empresarial que hacia proliferar monstruos urbanísticos en la periferia de las ciudades; que, luego de haberlos dejado deteriorar,  transformaba barrios enteros para convertirlos en atractivos para clases medias y altas y que deportaba en masa a las clases populares de lo que habían sido los escenarios de su vida; que convertía centros de tantas ciudades en parques temáticos para turistas, luego de haber desalojarlo a sus vecinos; que convertía lo que habían sido terrenos fabriles y portuarios en barrios exclusivos, asentamiento para empresas dedicadas a las nuevas tecnologías o espacios consagrados al ocio de masas; que desfiguraba masivamente bellezas de la naturaleza y las convertía en paisajes horrendos.
Eran tiempos de mobbing, esto es de operaciones —no pocas veces delictivas; la mayoría con el amparo de las leyes y la policía— consistentes en expulsar a inquilinos insolventes. Y todo ello con el visto bueno y el concurso activo de administraciones públicas  —algunas gestionadas por partidos "de izquierdas"— que encontraban en tal complicidad una espléndida fuente tanto de recursos municipales vía impuestos como de beneficios corruptos de los jerarcas de turno.

Era también la época de V de Vivienda y de la Plataforma para una Vivienda Digna, organizaciones que encabezaban movilizaciones y protestas enérgicas pero minoritarias, en las que no solo se denunciaba el pillaje que se estaba convirtiendo la gestión pública y privada del suelo, sino que se anunciaba lo que estaba siendo evidente: el inminente estallido de lo que en aquel momento empezaba a conocerse como "burbuja inmobiliaria". Fue de esos movimientos que nacería luego la PAH, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, a la que ahora apoyan con sobrevenido entusiasmo partidos políticos que hace apenas uno años detenían y aporreaban a quienes ahora son sus miembros más destacados. También, no lo olvidemos, era el tiempo en que se demonizaba a un movimiento, el okupa, al que se acusaba de muchas cosas, pero sobre todo de tener razón.

La historia de esa dinámica endiablada a cargo de un capitalismo salvaje, pero asistido —en el sentido de que contaba con el soporte económico, jurídico y  finalmente policial de la Administración—, es bien conocida y tiene como elemento de continuidad la mercantilización masiva, generalizada y fuera de control de la vivienda, es decir la conversión creciente en negocio privado una necesidad social. Ahora, este trabajo de Lluis Pellicer nos brinda algunas nuevas claves de en qué manera una lógica de dimensiones planetarias —la de la urbanización como principal recurso para la reabsorción de superávits de capital— ha alcanzado en España expresiones hasta tal punto atroces.

Ahora bien, continua siendo pertinente la pregunta formulada al principio. ¿Cómo fue posible una acumulación tal de desmanes en el ámbito de la construcción, pero también en otras industrias emparentadas como la hostelera o la turística? ¿Cómo pudo el capitalismo financiero desarrollar su vocación depredadora del espacio como lo hizo en España?

Por supuesto que la respuesta está en buena medida en las páginas que siguen, que describen la urdimbre de intereses que promovió y se lucró luego del gran engranaje inmobiliario español. Pero ese enorme sistema que —no solo aquí, pero aquí de manera especialmente intensa e impune— se alimenta de los desmanes que genera no solo ha dependido de operaciones financieras, fusiones empresariales, políticas bancarias y blindajes institucionales. También ha dependido de su capacidad de mostrarse como inevitable y hasta benéfica para el conjunto de la sociedad. No solo ha obtenido el respaldo de gobiernos y de partidos; también ha sabido mostrarse como motor de una prosperidad que pretendía ser reconocida como colectiva. Y ello ha sido posible en la medida en que han acudido en su auxilio todo un conjunto de dispositivos publicitarios que han abrigado cada calamidad  urbanística, cada iniciativa gentrificadora, cada paraje natural reventado, cada atentado contra la vida y la memoria de las clases populares..., con todo tipo de argumentos que los han bendecido invocando principios de cultura y civilidad que hacían pasar por mejoras sociales lo que eran meros tinglados inmobiliarios.

Es así que no ha habido transformación destinada a extraer rentas de cada actuación territorial que no se haya hecho acompañada de su correspondiente discurso que, entre el marketing y la mera propaganda política, no haya justificado su ejecución al mismo tiempo que enaltecía valores abstractos de civilidad y ciudadanía que garantizaban el control de los descontentos y el borrado de los miserables, requisitos indispensables en orden a hacer atractiva la oferta de los nuevos o renovados barrios; de los flamantes entornos empresariales; de los "incomparables" marcos naturales en la montaña o en la costa; de los centros urbanos vaciados de habitantes y saturados de turistas; de los núcleos históricos embalsamados. ¿Cuántas operaciones especulativas a gran escala no habrán sido aderezadas con los correspondiente aditamentos "culturales", en forma de impresionantes contenedores de arte y de cultura, encargados a vedettes de la arquitectura internacional, destinados a elevar el tono moral de los territorios sobre los que se levantaban y cuyo precio contribuían a aumentar?  ¿Y cuántas macroinversiones en ladrillo no se habrán disfrazado de magnos acontecimientos internacionales de índole civil o deportiva: olimpiadas —conseguidas o frustradas—, competiciones internacionales de vela, fórums de las culturas, capitalidades culturales, expos universales...?

Están en este libro los datos, las conexiones, el organigrama implícito y la lógica interna de un sistema perverso concebido para el lucro de unos pocos, con frecuencia más allá de la ley, pero las más de las veces con su soporte. Vemos ahí cómo funciona el capitalismo cuando cuenta con la colaboración de una política servil y sinvergüenza, llevando a sus últimas consecuencias el principio que lo estructura, que no es sino el de privatizar beneficios y socializar pérdidas.  Pero ese mecanismo que procura réditos propios y tantas miserias ajenas contó con todo tipo de coartadas que mostraron su funcionamiento y sus resultados como justos y pertinentes, en nombre de grandilocuentes ideales que no eran sino coartadas para el latrocinio generalizado. Permítaseme pues colocar sobre todo lo que viene a continuación —la crónica de una catástrofe económica que perjudicó a todos, menos a sus causantes— el recuerdo de las retóricas que lo hicieron razonable y bueno, es decir la confirmación de que no hay acto despótico —tampoco en el campo económico— que no se ejerza envuelto en mentiras, es decir en un sistema de representación que lo muestre como expresión de generosidad y como contribución al bienestar y el progreso de la mayoría, es decir justo lo contrario de lo que es en realidad.



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